115. La leyenda de las rosas y el olivo
A medida que el autobús se acercaba a las inmediaciones del Palacio de la Tierra de las Rosas, los comentarios de extrañeza se solapaban como olas a la orilla del mar. ¿Cómo era posible que aquel palacio rodeado por un infinito olivar tuviera aquel nombre y ni rastro de las rosas? El guía, con su marcado acento local y sonrisa burlona, les indicó con parsimonia que se apearan para explicarlo mejor. Era, con diferencia, el mejor momento del tour.
Con el arte de un encantador de serpientes, se situó en medio del círculo de los oleoturistas, con el majestuoso palacio de fondo y al lado de un inmenso olivo de ancho y rugoso tronco. Con pasos medidos, voz queda y ademanes ensayados, se puso a narrar.
—Cuando cumplimos diez años, y como rito de paso a la etapa adulta, tenemos la tradición de visitar con nuestros abuelos el Palacio de Gulistán, el de la Tierra de las Rosas—dijo, girándose para señalarlo—. La primera pregunta que todos nos hacemos, al igual que les ha surgido a ustedes, es el origen del nombre.
Hizo un silencio escénico, y con voz solemne, retomó la narración.
—La respuesta a esa pregunta está en la historia que me contó mi abuelo, que a su vez escuchó de su abuelo, y que incluso este también lo escuchó de su abuelo, y ahora les voy a contar:
»El Palacio de la Tierra de las Rosas se llama así porque hace mucho, mucho tiempo, vivían en él el Gran Sultán y su mujer, Gulistán, que en persa significa “tierra de las rosas”. En efecto, el jardín era famoso por las espectaculares flores que en él crecían. Gulistán era una enamorada de esta especie, tanto que a su marido le gustaba sorprenderla con las más exóticas variedades que su jardinero buscaba por toda Asia.
»Cuando el matrimonio fue bendecido con la noticia de que por fin iban a tener un heredero, Gulistán tomó la costumbre de pasear cada mañana entre los rosales. Se deleitaba con los aromas, los colores y la suavidad de los pétalos que las rosas le ofrecían, orgullosas de saber que eran las preferidas del jardín.
»Dos semanas antes de nacer su primogénito, la mujer del sultán sufrió unas recurrentes fiebres y estuvo varios días delirando. Cuando se recuperó, pidió con insistencia a su marido que el día que diera a luz, se plantara un olivo de la misma altura que su bebé. El Gran Sultán, a pesar de la sorprendente petición, sabía que su esposa era una gran conocedora del lenguaje oculto de los sueños, y por ello accedió. Y así fue como el mismo día que nació el príncipe, el jardinero plantó de mala gana un pequeño olivo en medio del jardín.
»Fiel a su rutina, Gulistán disfrutaba a diario con su hijo de los bellos alrededores de palacio y siempre le dedicaba palabras de afecto a cada rosa. Sin embargo, cuando llegaba al olivo, se quedaba observándolo con ternura durante mucho tiempo y comparaba su desarrollo con el de su hijo, celebrando el crecimiento de ambos. Las rosas y el resto de flores que decoraban el jardín no acogieron con agrado al nuevo integrante, ni la injustificada atención que, según ellas, recibía de su admirada dueña. Por ello, comenzaron a competir con él por el sol y el agua de riego. Por su parte, la delgada vara recién plantada se conformaba con el alimento que encontraban sus pequeñas raíces, sin entender la actitud de sus hermosas compañeras.
»Fueron pasando los años y a pesar de ir ganando porte, el olivo seguía sintiendo el desprecio de las rosas. Cada primavera, en cuanto se percataban de que aparecían los botones verdes que darían paso a sus discretas flores, aprovechaban para burlarse de su tamaño y casi ausente olor. El árbol, sin embargo, seguía creciendo sin que le hicieran mella las mofas. Disfrutaba del sol, del agua de lluvia y sobre todo, de la visita diaria del príncipe, al que ya superaba con diferencia en altura.
»El olivo era el mejor lugar de juegos para el niño, que se divertía subiéndose por su tronco, recreando todo tipo de aventuras. Un día, movido por la curiosidad, quiso comprobar la fortaleza de sus ramas, y encaramado a una de ellas, comenzó a saltar con fuerza una y otra vez, con tan mala suerte que esta cedió hasta hacerlo caer. Las rosas, cuando vieron al hijo del sultán por tierra, presagiaron contentas el fin de sus celos. Sin embargo, su madre, que creía en las señales, ordenó al jardinero dejar al árbol tal cual, con la rama quebrada a ras del suelo. “Será una manera de recordarte que no puedes maltratar a quien te da cobijo”, le dijo a su hijo, sin darle más importancia a la caída. El olivo agradeció no haber sido amputado, pues todavía sentía la savia recorriendo la maltrecha rama. Cada día, el príncipe acariciaba su rama caída y se sentaba con cuidado en ella, inventando para su árbol favorito mil y una historias.
»Los rosales, en la medida que podían, crecían y crecían ocupando todo el espacio posible. Se esforzaban en aterciopelar sus pétalos y mostrar los más vistosos colores, con el afán de destacar frente al austero olivo. Tanto fue así, que la belleza de las flores traspasó fronteras. El trasiego de admiradores de tan espectacular jardín llenaba de orgullo a las rosas, que con satisfacción comprobaban la extrañeza de todos al ver un olivo entre ellas. Con seguridad iba a ser el fin de su permanencia allí, pensaban con desdén. De hecho, el jardinero, que tampoco apreciaba al olivo, propuso cortarlo para dar mayor espacio a los rosales, a lo que el príncipe se negó en rotundo. Contrariado por la reacción del heredero, decidió no airear más la tierra a su alrededor, ni abonarlo, ni cortar las ramas de sus celosas compañeras, que invadían y dañaban su copa. Por el contrario, y con la excusa de mejorar su crecimiento, podó buena parte de las ramas que entorpecían el desarrollo de los rosales, a excepción de la rama caída y aún unida al tronco del olivar. Y allí quedó el olivo, a merced de las espinosas ramas de sus vecinas y con el único consuelo de las caricias y atención que el príncipe le proporcionaba a diario.
»Unos meses más tarde, después de un caluroso verano, las lluvias empezaron a escasear en toda la comarca. Comenzó un tiempo de sequía y el agua para regar tenía ahora que destinarse a otros fines. El tiempo de esplendor del jardín dio paso a unos rosales sin pétalos, ya que sus raíces no eran capaces de llegar a las aguas subterráneas. Poco después el palacio tomó un aspecto siniestro, rodeado de raquíticos rosales secos.
»Una tarde de paseo por tan deprimente paisaje, Galistán observó maravillada lo que en sueños hacía ya muchos años se le reveló: de la rama caída del olivo, habían enraizado y brotado nuevos esquejes y de las ramas que quedaron de la exhaustiva poda del jardinero, lucían hermosas aceitunas que todavía no les había afectado la sequía. Sin tiempo que perder, ordenó arrancar los rosales resecos, airear la tierra para así ayudar a que el árbol continuara creciendo. El olivo, agradecido, ofreció una abundante cosecha de aceitunas, que se transformó en aceite para toda su familia. El Gran Sultán, que se dio cuenta del potencial de esta austera especie, ordenó plantar todo el jardín de olivos, que sustituyeron para siempre a los engreídos rosales hasta la actualidad».
—Y así fue cómo el jardín de la tierra de las rosas, se convirtió poco a poco en este gran olivar centenario y la razón de la inscripción «Nunca subestimes a un pequeño brote», que el príncipe, ya convertido en un anciano sultán, quiso dejar grabada al pie de esta joya —dijo acariciando la corteza rugosa del inmenso olivo centenario que tenía a su lado, con una rama semiquebrada y enterrada en el suelo.
El guía se paseó despacio mirando a los ojos a cada uno de los turistas antes de continuar.
—Esta es la primera lección que aprendemos de nuestros sabios abuelos —se tomó unos segundos para tragar saliva—. Por ello, para nosotros, nuestro símbolo es el olivo, porque su humildad, fortaleza y robustez ha alimentado a nuestro pueblo, de generación en generación. Siguiendo la tradición, cuando los abuelos terminan de contar esta historia, entregan un esqueje a su nieto o nieta, y van a plantarlo juntos en el jardín del Palacio de Gulistán, que como veis desde aquí, ocupa cientos de hectáreas. Cada olivo tiene una inscripción con el nombre de la persona que lo plantó y es habitual la visita familiar para cuidarlo y asegurarse de que crece adecuadamente. El aceite que se obtiene de todo este olivar se vende para financiar proyectos sociales, y así todos nos sentimos orgullosos de participar en el desarrollo de nuestro pueblo —dijo señalando a lo lejos los expositores donde se mostraban imágenes de voluntarios de la ONG Palacio de Gulistán en campañas solidarias.
Tomó aire para continuar y escapar de la emoción de recordar a sus abuelos.
—Ahora, si lo desean, les invitamos a formar parte de este proyecto, plantando un olivo con los esquejes que la ONG nos ha dejado preparados para que puedan participar de este proyecto. Ya no son niños ni yo soy su abuelo, pero es una bella oportunidad de permanecer a través del tiempo.
Con lágrimas en los ojos, el guía pudo ver cómo se hizo una fila de personas que, en silencio, recogieron su esqueje, lo plantaron, y a la vuelta, se abrazaron uno a uno al olivo centenario, como homenaje y agradecimiento a todo lo que había significado para su pueblo.