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113. Milagro en el olivar

Iván Parro Fernández

 

Esta es una leyenda que cuenta la increíble historia de un agricultor afortunado que deseó con toda su alma que su campo fuera el mejor de toda la tierra.

Casi todos los bailenenses consideraban a Pascual el hombre más afable y querido del pueblo. Le apreciaban mucho porque amaba todo y a todos de una manera especial.

De rostro moreno y suaves facciones era espigado, recio, robusto, de aspecto apacible y cachazudo. Sus ojos grandes y melancólicos lo decían todo de él. Su cabello ensortijado se asemejaba mucho a un almendro en tiempo de flor y su voz varonil y penetrante hacía temblar al más valiente de sus enemigos (que la verdad eran muy pocos).
Su casa se alzaba en una loma de su finca “El olivar de Pascual”, un lugar realmente privilegiado desde donde divisaba maravillosos paisajes de toda la zona, de esas líneas hechas como a escuadra que formaban sus olivos.
Como cada día al amanecer se dirigía tranquila y plácidamente a sus tierras cuando una terrible sorpresa le produjo cierto pavor: sus tierras parecían estar más secas que un pozo en el inmenso desierto. Pascual, atónito por el hecho, no podía dar crédito a lo que veían sus ojos y empezó a lamentarse amargamente:

-Ay, Señor, Dios mío, pero ¿qué he hecho yo para merecer esto? He cuidado y trabajado mi tierra con mucho esfuerzo y dedicación. De día y muchas veces también de noche los pájaros me observaban azada en mano mimando mis olivos como nadie. Creo que no les ha faltado de nada. A lo mejor han tenido de más, pero eso no es motivo para que se eche todo a perder. ¡Qué voy a hacer yo ahora! ¡Qué será de mí!

Sus quejidos y lamentos llegaron hasta el mismísimo Bailén, situado a unos pocos kilómetros de sus tierras. Los vecinos se alarmaron mucho al oír aquellos continuos lamentos y prestos fueron a visitar al pobre campesino que cada vez se atribulaba más y más por aquella situación incomprensible.

Algunos le decían:

-Pero Pascual, hombre, ¿por qué pasó todo esto? ¿Cómo ha sucedido algo así?

Él, cada vez más triste y llorando desconsoladamente, contestaba:

-Parece que mi tierra se ha secado. No están agarrando bien las raíces y así no crecerán como deben los olivos. No le echo la culpa a nadie, no, en todo caso me la echaría a mí mismo por no saber, por no poder o por no querer cuidar y tratar mis tierras como de verdad se merecen.Todo comenzó hace ya dos meses, cuando veía cosas que no me gustaban demasiado. Los árboles estaban raros, les sentía distintos, pero pensé que todo no era más que fruto de mi imaginación, porque después de treinta años aquí que podría pasar, pero mira, todo al traste. No me lo creo mucho aún, ¿qué es lo que habrá pasado? Esto va a ser mi ruina total. Esta destrucción va a acabar conmigo. ¡Qué egoísta he sido! A lo mejor no he tratado tan bien mi tierra, no lo sé, no la he tenido tan en cuenta como se merece. Era parte de mí como lo es el mar para el pescador. ¡Qué mal me siento! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué hice eso? ¿Por qué no la atendí mucho más y mejor?

Los bailenenses intentaban darle ánimos de todos los modos y maneras posibles pero él se mostraba triste y desolado, cerrado en sí mismo y sin querer escuchar a los demás.

Pasó los siguientes días encerrado en su casa lamentándose, sin querer ver ni hablar con nadie. Algunas noches salía al porche a respirar algo de aire puro y observar las estrellas, implorando una solución a los cielos que no acababa de llegar.

Una soleada mañana de junio un joven del pueblo se dirigió hacia “El olivar de Pascual” con la sana intención de visitarle. Pensaba que su problema sí que tenía solución y se la iba a hacer llegar como fuera. El joven y valiente muchacho llegó algo extenuado a la casa del apenado agricultor.

Llamó repetidas veces a la puerta:

-Toc, toc, toc…

Desde dentro una amarga voz inquirió: – ¿Quién es?

La respuesta fue clara y directa:

-Abra Pascual, por favor, yo sé cuál es la solución a su problema que para Usted no tiene ni explicación ni remedio posible.

El abatido Pascual corrió pausadamente a abrir la puerta, y cuando observó el rostro pálido y cansado del chaval le invitó a entrar con presteza:

-Pasa, pasa. ¿Quieres un vaso de agua? ¿Cómo es que te has atrevido a venir hasta aquí? ¡Qué locura muchacho! Pero, a ver, siéntate en aquella silla de allí, ponte cómodo y cuéntame, ¿qué solución le darías tú a mi problema? Soy todo oídos.

El muchacho (que se recuperaba poco a poco) le escrutó con aspecto soñador y apacible. Tres fueron sus únicas palabras mientras daba los últimos sorbos de agua fresca:

-Planta de nuevo.

Pascual, algo perplejo y confundido, le respondió así:

-Tierra inutilizada para nada se repara.

A lo que el muchacho apuntó:

-Y tierra cultivada sin valor, debe reposar y luego brillar de esplendor.

Aún estuvieron un rato más con este intercambio de dichos y de frases hechas hasta que por fin el solitario viajante llegado del pueblo afirmó enérgicamente al agricultor:

-Si tú quieres, puedes. Si puedes, lo haces. Si lo haces, lo consigues. Y si lo consigues serás un hombre muy feliz, el más feliz del mundo.

Pascual se quedó pensativo, no sabía muy bien qué decir o cómo actuar hasta que transcurridos unos treinta segundos que parecieron una eternidad habló:

-Sí, quiero. Quiero y puedo. Lo lograré a pesar de todas las dificultades y los obstáculos que aparezcan en el camino. Conseguiré que los olivos crezcan de nuevo en mis tierras, que recojamos las aceitunas y elaboremos ese oro líquido que no debe ni puede faltar nunca de ninguna mesa.

Todos lo verán y se quedarán absortos de mi olivar. Será el más bonito y el mejor cuidado que haya por estas tierras. Les invitaré a comer a todos. Tendremos un aceite de oliva de calidad superior. Todos serán testigos de ello. Y si lo consigo te lo deberé a ti, amigo mío.

Gracias. Te agradezco en el alma tu ayuda y tus consejos que me han hecho entender que nada hay imposible para quien se toma en serio el trabajo, el esfuerzo y la esperanza de conseguirlo.

Quiero además que seas tú el primero en comprobar los maravillosos frutos que van a dar mis tierras. Espero de verdad no defraudarte.

Satisfecho por haber logrado su objetivo el muchacho regresó al pueblo cuando casi estaba anocheciendo. Se mostraba contento por lo que había hecho con Pascual y todos sus pensamientos se centraban ahora en ese pobre agricultor que, a pesar de todo, seguía desconfiando mucho de las palabras de aquel joven pastor.

Esa noche Pascual se metió en la cama nervioso e intranquilo. Se había tomado un gran tazón de leche caliente con miel después de cenar para aquietar su alma, pero no le surtió efecto alguno. No lograba dormir, no podía conciliar bien el sueño del todo. Hasta incluso contaba ovejas: – Una oveja, dos ovejas, tres ovejas…

Nada. Seguía despierto y preocupado. De repente cerró los ojos y empezó a soñar repentinamente. Aquel sueño comenzó a perfilarse entre la oscuridad de un vasto infinito.

Pascual tenía miedo, casi pánico a los sueños. Sus últimas experiencias fueron muy desagradables. Esta vez se imaginaba que todo iba a ser igual y que se asustaría como un cobarde ante algo que no daba ningún miedo.

Distinguió unas manchas y cuatro puntos extraños. Uno de ellos señalaba hacia el norte. A continuación apareció un enorme y vasto campo llano, en medio del cual un espantapájaros de paja con vestimenta sencilla hacía huir a las malas bestias. A lo lejos divisó un hombre. Estaba agachado casi de rodillas. Intentó acercarse un poco más hacia él. Al sentir su presencia el hombre se giró y apareció un rostro cadavérico. Pascual se asustó, dio un respingo y abrió los ojos para dejar de soñar. Se levantó con rapidez, bajó a la cocina e intentó tranquilizarse tomando una valeriana.

Aquella macabra imagen no se le quitaba de la cabeza. Subió a la habitación poco después y volvió a acostarse. Pronto se le apareció otra vez aquel hombre. Pascual quería despertarse de nuevo, intentaba abrir los ojos pero esta vez era inútil. El extraño personaje que antes había visto cadáver se fue transformando como el patito del cuento en la persona que quizá un tiempo llegó a ser.

Era agraciado, de trazo sencillo y aspecto cansado. Su cabello era castaño, liso, con un pequeño flequillo que le llegaba hasta cerca de las cejas. De nariz chata y ojos saltones y tristes, sus labios carnosos finalizaban su rostro moreno y huesudo. Espigado y robusto como un roble era capaz de levantar grandes piedras y cortar enormes troncos. Parecía venir del norte pero nada más lejos de la realidad.

Pascual pudo observar por fin lo que estaba haciendo: plantar. Cuando terminó de regar se encaminó hacia una especie de choza donde habitaba con su esposa y dos hijos, de cinco y siete años de edad. La familia parecía vivir alegre. En el cielo del sueño aparecieron de repente unas extrañas y raras nubes. Amenazaban tormenta. Pascual lo sabía bien porque había aprendido a leer las nubes con su padre de pequeño. Y así fue. Llovió tanto que el río se desbordó. Al día siguiente aquel campo que el misterioso personaje había dejado plantado, era ahora un sitio lleno de árboles, de mucha vida, de bonitas flores de muchos colores y pequeños arbustos que dejaban entrever algún que otro animal. Pascual sentía el zumbido de las abejas polinizando las flores, apreciaba el paso de los conejos buscando algo que comer. Su alma exultó de alegría, de una felicidad indescriptible aunque fuese en sueños.

El hombre salió corriendo de la casa, y asombrado ante la hermosura que contemplaban sus ojos, comenzó a llorar de emoción. Pascual se despertó sobresaltado, con el corazón agitado a mil por hora. No sabía que el sueño que había vivido sería el de su salvación.

Pronto se puso manos a la obra. Cogió su azada e hizo surcos en la seca tierra. Después agarró las raíces que ya tenía preparadas y poco a poco las fue colocando por todo el campo. Terminó bastante entrada la noche, por lo que simplemente dejó las herramientas guardadas en el cuarto de los trastos y se marchó a dormir. Esa noche no tuvo sueño alguno, logró por fin dormir plácidamente mientras esperaba el buen resultado de su siembra.

Con la alborada despertó calmado. Empezaba a lucir entre las montañas un sol espléndido, que unido a un precioso cielo azulado parecía el horizonte visto desde la orilla de una playa. Pascual bostezó unos segundos. Se lavó, se vistió y tomó algo de comer antes de salir al campo. Cuando llegó, otra decepción más. Sus ilusiones se frustraron al ver que no había crecido nada de nada, que todo seguía tal y como lo había dejado el día anterior. Muy preocupado marchó al pueblo en busca de algo de ropa y más comida. En la calle de la luz se encontró con Luciano, el pastor, quien le preguntó cómo iba su cosecha, a lo que Pascual le respondió:

-Está mal, bastante mal. Volví a plantarlo todo como tú me dijiste y aún no he conseguido nada. Empiezo a creer que me engañaste o que me estás tomando por tonto.

Luciano, muy sorprendido, le contestó:

-El que quiere correr sin antes saber andar se puede caer y hacerse mucho daño. Debes esperar algo más amigo mío, ser paciente, porque al final lo lograrás y estoy seguro de que no te quejarás del resultado.

Pascual se despidió amablemente de Luciano y le invitó a comer un buen guiso si todo salía como él había profetizado.
Realizó sus mandados rápido y regresó a su finca donde se puso a cortar leña y colocarla cuidadosamente en hileras hasta que llegó el anochecer. La luna brillaba como un gran copo de nieve en lo más alto del cielo y su cama de algodón le esperaba para llevarle con Morfeo.

Al tercer día sucedió algo que transformaría todo por completo. Se acercaba una gran tormenta y Pascual se refugió en su casa. Cerró y aseguró todas las ventanas, apuntalando incluso algunas puertas. Estaba preparado para aguantarlo todo. Cuando la tormenta alcanzó sus tierras los truenos y los relámpagos se sucedían como la caída de hojas de los árboles en otoño, casi sin parar. La lluvia era tan fuerte y continua que lo arrastraba todo. Pascual se marchó muy preocupado a dormir (o eso pretendía porque no podía hacer mucho más) con la última esperanza de que la tormenta trajera algo de felicidad a su vida.

Despertó de su plácido sueño pasadas unas horas y bajó tan rápido las escaleras que casi se resbala. Cogió una hermosa manzana que se fue comiendo durante el trayecto hacia el olivar. Al llegar y hacer las primeras comprobaciones sus ojos no daban crédito a lo que se mostraba frente a él. Sus tierras antes secas y yermas habían sufrido una notable transformación. Los olivos habían crecido muchísimo, incluso algunos empezaban a dar fruto. La hierba tenía unos diez centímetros de altura y crecieron infinidad de flores con los colores del arco iris. También había algunos arbustos y escuchaba el zumbido de las abejas sobre las flores. Se percató entonces que aquello era muy parecido al campo de su sueño, el lugar bello, hermoso, lleno de color y alegría que anhelaba, donde cualquiera estaría feliz de tumbarse a descansar y a disfrutar de la naturaleza. El panorama de sus tierras no dejaba lugar a dudas: algo había sucedido porque en lo yermo había ahora vida, mucha vida y mucho color, y por supuesto muchos, muchos olivos.

Pascual creía estar dormido, sospechaba que seguía soñando, no era capaz de asimilar que tanta belleza pudiera ocupar tan poco espacio. Sus tierras parecían ahora lugares sacados de los cuentos de hadas. Sus tierras eran el lugar perfecto donde comenzar una nueva historia.

Pronto divisó una esbelta figura que iba a su encuentro. Parecían las facciones de una mujer, aunque no estaba muy seguro. Pensaba que sería un engaño, una ilusión o un truco como tantos otros que se aparecen en sueños, pero descubrió que era tan real como él y que tenía vida propia cuando le guiñó el ojo derecho y abrió los brazos acercándose lentamente hacia él. Entonces sucedió algo mágico e inexplicable. Los dos sintieron la unión perfecta, enamorándose perdidamente uno del otro. Pocos meses después decidieron casarse y formar una familia. A los tres años Esperanza, la esposa de Pascual, dio a luz un niño precioso al que bautizaron con el nombre de Salvador. Creció con buena salud y magníficos cuidados. Tres años más tarde llegó una hermosa niña de nombre Gloria, que se convirtió en la alegría de la casa.

Pascual nunca dejó de trabajar en el campo tan feliz e ilusionado como la primera vez, y sabía que su hijo Salvador pronto podría seguir sus pasos si quisiera. Al final sus ilusiones y esperanzas no fracasaron. Fueron mucho mejores. Nunca llegó a entender por qué pero era feliz, muy feliz. Todo transcurrió como le había anunciado su amigo Luciano, haciéndose realidad su sueño.

Una tarde bajó a Bailén con la intención de visitar a Luciano para agradecerle todo lo que había hecho por él. Lo curioso es que nadie en el pueblo ni conoció nunca ni supo de la existencia de ningún Luciano.

Esta es la leyenda de Pascual, el agricultor desconfiado que volvió a creer. O al menos así me la contaron a mí. Lo sé porque fue mi abuelo.

En el pueblo se recuerda aún hoy esta alegre historia que terminó tan verdadera como había empezado. Y yo estoy orgulloso y encantado de ello. Admiro mis olivos y pienso:

-Tengo todo lo que necesito. No lo cambiaría ni por todo el oro del mundo.

 

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