MásQueCuentos

112. En un día sereno

@_signaus

 

“Desde que las aceitunas comiencen a variar  de color y hubiere ya algunas entre muchas blancas, convendrá cogerlas a mano en un día sereno y con zarzos o cañas entretejidas que se extenderán debajo de los arboles, se cribaran y se limpiaran. Después que estén limpias, con cuidado, se llevarán inmediatamente al molino”.
Lucius Junius Moderatus Columella, “Columela”.
Tribuno y prestigioso especialista agrónomo gaditano, siglo I d. C.

En los vasos de Micenas de hace más de 2.600 años ya nos vareaban, y decía un antiguo que nuestra madera sólo podía quemarse en los templos dedicados a los dioses; entonces partíamos desde la Bética en las navi olean hasta llegar a la misma Roma por las venas del río Tiber, y en los féretros de los faraones se depositaban ramas de olivo.

El Sur siempre fue fiel al cultivo del olivar, hasta con los visigodos.
Les veo desbrozar el monte, y arar la tierra para que se oxigene, despejada para que germine y crezca bien: se plantaban en ella las estacas, ramas nuevas con yemas, en huecos llenos del estiércol de los animales que tuvieran, eso les servía de abono, y hasta las cenizas de lo desbrozado tras quemarlo.

De nosotros hablan los geógrafos de al-Ándalus, y dicen que se extendió una gran sequía -algunos aseguran que de 25 años-, y se secaron campos y árboles. Trajeron olivos en barcos desde el otro lado del Estrecho para hacerla fértil de nuevo.
Luego los mismos andalusíes, con la tradición bereber y sus propias innovaciones, mejoraron la producción y calidad de la aceituna.
Como dice el Corán, el aceite del olivo “parece alumbrar sin que el fuego lo toque”.

Una Real Cédula para la Casa de Contratación ordenaba que cada maestre que fuera al Nuevo Mundo llevara en sus barcos “la cantidad que les pareciere de plantas de viña e olivos (…) que ninguno pase sin llevar alguna cantidad”.
De la excomunión se salvó el que robó un plantón con destino al Perú en el siglo XVI: bajo secreto de confesión se comprometió a devolverlo de igual modo que lo había distraído.

Llegamos a América, sí, pero también a Australia y Nueva Zelanda (que lo recogió Darwin en sus diarios), aunque ya con suerte muy diversa.

Crecí con cada estación e invierno, con cada majada y colmena lejana.
Había una doble cerradura al lado del camino y yo la deshice; pero los hombres enquistaron sus mojones, y las lindes, y movieron después las piedras y volvieron a apretar los muros, y a cerrar las puertas, y a pedir rescates a las torres de vigilancia.
Los nombres cambiaron pero continuaron vareando mis ramas los hijos de los padres y madres, y los hijos de los hijos y sus hijas.
Entre mis terrones yacen felices para siempre maestros y poetas; no escriben el mismo verso, porque no fueron olvidados.
Dejaron de verse los halcones, y hundí más mis raíces en la tierra.

Desde Bormujos (Sevilla) a Olesa de Montserrat (Barcelona), pasando por Vilvestre (Salamanca), Aceuchal (Badajoz) o Alcolea (Almería), hay un olivo en los escudos.
Monjes del Templo de Jerusalén plantaron un olivo en Santa María, en los dominios del río Miño, en el siglo XIV: se fueron, pero el olivo quedó. Y aunque la iglesia fue derribada a principios del XIX, se recogió un esqueje del olivo: hoy puede verse el árbol en el Paseo de Alfonso XII, Vigo, de cuyo escudo forma parte.

Ahora me varean con máquinas vibradoras porque no soy joven pero sí fuerte.

He visto cosas que no creeríais.

He visto a la diosa Atenea romper una roca a las puertas de una nueva ciudad, y brotar así mi primer ancestro.
El primer rayo de luz después de la noche atravesando una gota de rocío; los ojos de un hombre, que dormitaba a mi lado, abrirse como gritos. Como frutos. Como estrellas rojas.

He visto marchar, con pena, barcas fenicias hacia el mar lejano, dejando atrás su templo a Heracles y su olivo sagrado, y sentido el aliento del hombre que me plantó.

He visto emperadores y plebeyos; bueno, quizá emperadores no, pero las voces de todos ellos vibraron en mis hojas, les oí hablar de Baelo Claudia. Era mejor plantar olivos que empezar una guerra: la población se vuelve estable, la urbe avanza.

He visto a linces criar entre nosotros, y gatear a sus cachorros tras las lagartijas; y al cárabo, el lirón careto, la liebre,… y a lo lejos, sobrevolando el cortijo, bandas de murciélagos. Y a la tímida gineta parir entre los leños más enredados.
Conozco al zorzal que pasa cerca, y al pinzón, y en invierno también al colirrojo tizón y a la curruca. Sé que algún día, en alguno de mis huecos, anidará una abubilla.

A los 5 años, medía tanto como aquel muchacho romano, y éramos bosques

Ayer pasó una fotógrafa, nerviosa o emocionada; se apoyó con cuidado en mi tronco y respiró fuerte. Luego me abrazó.

Como otras veces, como otros, se dirigió ladera abajo, a las grúas medio oxidadas que acompañan a las vigas al aire y paredes que el tiempo y los elementos van ajando en la urbanización que no se terminó ni ya terminarán.

Entonces la bonanza trajo máquinas, y a las afueras de la población comenzaron a construir chalets de aspecto ostentoso. Decoraron tres amplios espacios con olivos centenarios arrancados: allí los plantaron, y allí siguen. Lo único vivo.

Cuando una de sus crisis quebró las inversiones, y los préstamos, y los fondos de los fondos, aquello se acabó. Quedó alguna maquinaria al sol y a la noche, las vigas enrasadas de los suntuosas plantas de los chalets sin terminar.

Se pasea el viento delante de los portales acristalados casi ahumados por la suciedad, las hojas entran no se sabe por dónde y se vuelven amarillas junto a los huecos donde iban a instalar los ascensores; hace compañía a los restos de una antena parabólica que alguien apoyó contra un muro.

Los olivos los dejaron, se quedaron.

Ya no producen como antes, pero los ojos de todos los cuidan.

El largo y pretencioso cartelón que anunciaba todo aquello hace tiempo que cayó, con las letras y el cuidadoso diseño boca abajo.

Ni siquiera han cercado el perímetro.

Ni falta que hace.

A veces llegaba un hombre a caballo por el camino bajo, con el capataz, y me señalaba con la vara, y el hombre a caballo decía “¿es éste?”, y el capataz asentía con orgullo.

Ahora vienen las lluvias como siempre, pero más frecuentes, más fuertes; deterioran el terreno e inundan los pueblos.
Cualquier día el agua nos llevará a ellos y a nosotros.
La naturaleza nos instala en el tiempo real.

La poda me formó en mi juventud, y me mantiene ahora.
Los árboles más jóvenes, y hasta una higuera perdida, buscan mi savia, me cuentan, me preguntan; sus raíces se aplastan contra mis raíces, se abren paso ascendiendo o siguiendo las curvas de nivel.
Muy de vez en cuando un elanio azul cruza todo este cielo despejado.
En sus ojos rojos sólo existe el lado de la dehesa.

Un pequeño robot con batería solar da vueltas a mi alrededor, toma muestras y datos, y se queda parado el resto de la semana. Creo que es la última novedad.
Ahora dicen que soy un árbol “singular.
Quisieron protegerme con cadenas o una barandilla, pero el dueño de la finca se negó. Guarda el aceite de mi fruto para la casa. Más tarde apareció acarreando una roca de buen tamaño que lleva incrustada una placa con nombres y fechas. Supongo que es un honor.
Hoy, poco a poco, el olivar tradicional va quedando atrás.
Ya no es un “seguro” para épocas deprimidas, como sucedía en el pasado.
Ahora se multiplican en los viveros, e incluso in vitro.

Muy cerca del camino va creciendo, poco a poco, una equilibrada y asimétrica composición de rocas, rodeadas por una pequeña porción de tierra, y arbustos, sin necesidad de destruir lo más mínimo el entorno, conformando un espacio sorprendente donde un estanque se representa sencillamente con arena ondulada con un rastrillo, y se funde con nuestro paisaje casi misteriosamente. Cada cierto tiempo aparecen nuevos detalles: dicen que una roca vertical simboliza a una carpa saltando fuera del agua, y aprovechan los suaves desniveles para marcar sendas que aún no se sabe dónde acaban.

Ningún hombre a caballo ha vuelto, pero el caballo sí, blanco como el mantel del almuerzo que echan en el suelo las cuadrillas.
Pero puede que me confunda con los ejemplares sueltos de cuando aún no existían tantos pueblos.
También recuerdo incendios, y a los animales heridos, muertos o quemados; los hombres y mujeres lloraron, pero se salvaron muchas veces, como me salvé yo y la mayoría del olivar.

He visto poetas mirando al Sur, y de rodillas atravesar en un instante el centro de la tierra.
Luego un estampido y no hubo poetas.

Cuéntamelo otra vez, dice el hombre, con los ojos cerrados.

Cuéntalo otra vez, dice la mujer, abrazada a sí misma.

Scroll Up