MásQueCuentos

110. El árbol mágico

Ryuk

 

Justo cuando se disponía a apagar la luz y abandonar la habitación, una voz a su espalda le hizo detenerse.

–Abuelo.

–Dime cariño –respondió mirando con dulzura a la niña que permanecía recostada en una de las camas.

–¿Podrías contarnos un cuento antes de dormir?

–¿Un cuento? ¿Qué eres, un bebé? –preguntó su hermano mayor en tono de burla desde la cama contigua.

A pesar de tener tan solo dos años más que ella, Manuel siempre intentaba hacer rabiar a Carla con comentarios de aquel tipo.

–¡No soy un bebé! –exclamó ella.

–¡Sí lo eres! –replicó su hermano incorporándose en el colchón.

–Está bien… está bien… –dijo el abuelo intentando poner paz.

A continuación, caminó hasta una silla que había junto a un armario y cogiéndola en brazos, la situó entre las dos camas.

–Si a tus siete años te consideras demasiado mayor para escuchar un cuento, siempre tienes la opción de irte a dormir solo al salón –dijo mirando al muchacho.

Al ver que este se dejaba caer resignado en la cama, el anciano se sentó en la silla.

–Veamos…, ¿conocéis la historia de Pablo y el árbol mágico?

–No –respondieron los dos a la vez con distinto entusiasmo.

–Entonces os la contaré. –Tras hacer una pausa y comprobar que sus nietos escuchaban, empezó la narración–. Hace mucho, mucho tiempo, no muy lejos de aquí, vivía un joven campesino llamado Pablo. En aquella época, la vida no era como la de ahora y los niños como vosotros, en lugar de ir al colegio, tenían que pasar largas jornadas trabajando en el campo. Pablo, que por aquel entonces tendría unos doce años, se levantaba cada mañana para acudir a un huerto situado en un monte cercano. Aunque aborrecía madrugar, el muchacho siempre se despertaba antes del amanecer para realizar el trayecto con su padre. Y no creías que su intención era llegar temprano… si madrugaba tanto era porque para ir hasta allí, debía atravesar un lugar conocido como el puente del diablo…

–¿Por qué se llamaba el puente del diablo, abuelo? –lo interrumpió Carla mientras su hermano hacía muecas imitándola desde su cama.

–Esa precisamente es la cuestión de todo el asunto –respondió después de lanzar una mirada de reproche a su nieto–. El nombre se lo habían puesto los lugareños de la zona. Según aseguraban, en aquel paso sobre el río, no era rara la ocasión en que el mismo diablo se aparecía exigiendo un pago a todo aquel que se aventuraba a cruzarlo en solitario –tras comprobar que sus palabras recuperaban la atención de Manuel, prosiguió–. El joven campesino, que siempre se había tomado muy en serio la famosa leyenda, madrugaba cada día para hacer el recorrido junto a su padre a fin de evitar riesgos innecesarios. Sin embargo, cierto día, agotado por el duro trabajo de la jornada anterior, Pablo se quedó dormido. Su padre, consciente de que necesitaba descansar, no quiso molestarlo y sin hacer ruido, partió sin él. Cuando nuestro protagonista por fin despertó, no pudo evitar sentirse mal ante lo ocurrido. Así pues, una vez hubo desayunado, salió de su casa decidido a recorrer solo el camino hasta la finca. Como cabía esperar, en el momento que divisó el puente, el recuerdo de la leyenda que tantas veces había escuchado le hizo detenerse. Durante largo rato permaneció junto al camino convencido de que, de un momento a otro, vería aparecer a un personaje aterrador. No obstante, al comprobar que nada sucedía y que nadie andaba por la zona, se dijo: “No seas estúpido… la historia del demonio es sólo un cuento para asustar a los niños que se aventuran solos lejos de la ciudad…”. Las palabras surgidas de su boca lograron el efecto esperado y, algo más animado, Pablo reemprendió la marcha. Para su sorpresa, justo cuando ponía un pie al otro lado del puente descubrió que había alguien apoyado en un árbol cercano. El hombre, que hasta ese instante había pasado desapercibido para él, iba vestido completamente de negro y lanzaba distraído una moneda al aire. “¿Qué te trae por aquí muchacho?”, preguntó sin apartar la vista de su moneda. “Voy al campo para ayudar a mi padre…”, respondió él sin saber muy bien cómo actuar ante el desconocido. “¿Y no sabes que todo el que cruza este puente debe pagar un tributo?”, añadió el otro. Durante unos segundos, el muchacho permaneció callado; “Utilizo este camino a diario y nunca he tenido que pagar nada…”, contestó finalmente. En cuanto hubo pronunciado su respuesta, el hombre apoyado en el árbol dejó de lanzar la moneda y se giró hacia él. Cuando los ojos oscuros de aquel ser se posaron en los suyos, supo que no estaba tratando con un hombre cualquiera. “Entonces tienes una deuda que saldar”, aseguró con una voz aterradora. Al ver que se aproximaba a él, Pablo pensó en echar a correr, pero algo le decía que sería del todo inútil. “¿Y bien? ¿Qué piensas hacer?”, dijo el hombre de negro deteniéndose a pocos pasos. El silencio del muchacho hizo que el tipo de la moneda retomase la palabra: “Como comprenderás, si no me das nada a cambio de haber utilizado mi puente, me veré en la obligación de cogerlo yo mismo”. Aquellas palabras provocaron que un escalofrió recorriese la espalda del joven. Y es que, según la leyenda, lo único que aceptaba el diablo como pago era el alma de sus víctimas. El temor a sufrir tal condena hizo a Pablo reaccionar: “Creo que hay algo que le podría interesar…”, aseguró a fin de ganar tiempo, “…algo realmente increíble…”. La frase logró que el diablo lo mirase con curiosidad. “¿Algo increíble…? Me cuesta creer que un simple muchacho tenga “algo increíble” que ofrecerme …”, masculló mirándole fijamente. Consciente de que una mentira sería fácilmente descubierta por el mismísimo diablo, Pablo permaneció callado intentando pensar. “Más vale que te expliques pronto, o de lo contrario…”, mientras pronunciaba las palabras, el hombre de negro estiró el brazo hacia el pecho del joven campesino. Antes de que llegase siquiera a tocarlo, Pablo notó como una extraña fuerza tiraba de algo en su interior. Asustado, volvió a hablar: “¡Es un árbol!… ¡Un árbol mágico que tiene mi padre!”. Sus palabras hicieron que la mano del desconocido se detuviese. “¿Tenéis un árbol mágico?”, preguntó desconcertado. Por respuesta, el joven se limitó a asentir. “Y dime…”, continuó el demonio desplegando una sonrisa en la que se perfilaban dos afilados colmillos, “…¿cuáles son las cualidades de ese supuesto ‘árbol mágico’?, si se puede saber”. Sin poder ocultar el temor que invadía su cuerpo, Pablo contestó: “Es un árbol capaz de dar todo el alimento que uno pueda imaginar”. El diablo se carcajeó: “Esa capacidad la tiene también un manzano… es más, la tiene casi cualquier árbol frutal”. Pablo, viendo que el demonio volvía a alzar su mano hacia él, añadió: “Pero este árbol también es capaz de iluminar la noche más oscura”. Aunque en un primer momento el hombre de negro puso cara de sorpresa, finalmente exclamó: “Cualidad que posee cualquier árbol si lo conviertes en leña y haces una hoguera con él”. Evitando la mirada del diablo por miedo a que pudiera leer sus pensamientos, el joven replicó: “El árbol al que me refiero no necesita ser talado para proporcionar cuanta luz desees”. A partir de ese instante, la expresión del hombre situado frente a él cambió por completo, parecía realmente intrigado. Aprovechando su desconcierto, Pablo añadió: “Y no sólo eso, de él también se puede obtener oro…”. Las últimas palabras del joven campesino acabaron por desarmar al diablo que, sin darse cuenta, bajó el brazo que tenía levantando. “De acuerdo…”, sentenció, “…haremos una cosa. Si me llevas hasta el árbol de tu padre y me demuestras que todo lo que has dicho es verdad, te dejaré en paz. Es más, podrás pasar por mi puente siempre que quieras sin coste alguno”, prometió convencido de que todo lo que había contado el joven no era más que una sarta de mentiras. Así pues, acompañado por el mismísimo diablo, Pablo reemprendió la marcha…

–¿Y fue con el diablo a ver a su padre? –preguntó Carla sorprendida.

–No le quedaba más remedio –contestó su abuelo–. Si quería evitar que se apoderase de su alma, tenía que demostrar que lo que había dicho era cierto. Por eso llevó al ser más temido que podía existir hasta el campo en el que trabajaban diariamente. Una vez allí y como era de esperar, su padre se sorprendió al verlo aparecer junto a otro hombre. Sin embargo, no tuvo que preguntar de quién se trataba porque, cuando el acompañante de su hijo posó la mirada sobre él, tuvo la misma sensación que había experimentado Pablo una media hora antes. Creyendo que su hijo podía encontrarse en peligro, hizo de tripas corazón y se aproximó a los recién llegados. “¿Necesitas algo hijo mío?”, preguntó ocultando su desasosiego. “Este hombre quiere que le enseñe el árbol mágico”. Los ojos del campesino se abrieron de par en par: “¿El árbol mágico?”, balbuceó. “El que da comida, luz e incluso oro…”, respondió Pablo mirándole en busca de complicidad. Por fortuna, los años que padre e hijo habían compartido, hicieron que el campesino finalmente se diese cuenta de lo que el joven intentaba decirle. “Aahh, nuestro árbol mágico…”, confirmó, “…claro, seguidme por aquí”. El diablo, más intrigado aun si cabe ante la extraña reacción del padre, siguió a los campesinos hasta una loma. Al llegar a lo más alto, una extensión repleta de pequeños árboles de tronco grueso y espeso ramaje dispuestos en largas hileras se abrió ante ellos. “Ahí lo tienes”, indicó Pablo haciendo un gesto teatral con la mano. El diablo, llevado por la curiosidad, caminó por la finca observando los árboles. “¿Este es vuestro árbol mágico…?”, dijo mientras cogía uno de los redondeados y verdes frutos que pendían de las ramas y lo introducía en su boca. “He de reconocer que el alimento que produce es abundante y bastante sabroso, pero no veo luz ni oro por ningún lado… ¿no me estaréis engañando?”. El joven negó rápidamente con la cabeza antes de añadir: “Papá, podrías hacerme el favor de traer la luz que produce el árbol”. Sin perder un segundo, el padre fue hasta la pequeña choza en la que guardaban las herramientas para volver portando una hornacina de cristal con un asa metálica. En la parte inferior de la misma, había un pequeño contenedor del que surgía una débil llama. “¿Esa luz sale de vuestro árbol?”, preguntó el diablo sintiéndose de nuevo engañado. “Así es. El árbol proporciona una materia que mantiene la llama encendida tanto tiempo como nosotros deseemos”, afirmó Pablo. “Según dijiste, la luz sería suficiente para iluminar la noche más oscura. Creo que exageraste un poco…”, replicó el diablo sonriendo ante la posibilidad de desmentir al muchacho y hacerse con su alma. Antes de que Pablo tuviese tiempo de contestar, su padre hizo girar una pequeña pieza ubicada en el recipiente. Al instante, la llama se volviese mucho más intensa. “Ya veo que podéis controlarla a vuestro antojo…”, observó resignado, “…en fin, no perdamos más el tiempo, muéstrame pues ese oro que según tú también conseguís del árbol”, pidió el diablo visiblemente enfadado y convencido de que esa cuestión era la mayor de las mentiras. Dispuesto a complacerle, Pablo miró a su padre: “Papá, podrías llevarnos hasta el almacén donde guardamos el ‘oro’”. El campesino, sonriendo ante el más que evidente ingenio de su hijo, echó a andar hacia una pequeña nave construida con listones de madera. Ya en la puerta y con un asentimiento, invitó a pasar al joven y a su acompañante. Cuando el diablo estuvo dentro, se giró hacia el muchacho y gritó enfadado: “¿Qué clase de engaño es este? ¡Esto no es oro!”. A su alrededor, infinidad de botellas se repartían por las estanterías rellenas con un líquido ambarino. Viendo su airada reacción, Pablo se apresuró a responder no sin cierto regocijo: “No debe enfadarse señor, pues para nada le he engañado. Lo que ve ante usted es lo que desde hace siglos se conoce como “oro líquido” y como bien le dije, es también un producto de nuestro árbol…”. Fue tal el enfado del diablo al saberse vencido por el joven campesino, que su piel se puso tan roja como la sangre que hervía en su interior. Y es que el árbol que le habían enseñado, no era otro que…

–¿Por eso el demonio es tan rojo? –preguntó Carla sin dar tiempo a que su abuelo terminase el cuento.

–Así es –respondió el anciano sonriendo.

–¿Y Pablo ya no tuvo que madrugar más?

–Efectivamente. Desde aquel día, pudo levantarse cuando quiso y pasar por el puente sin que el diablo viniera a molestarle.

–Jo, ¡es un cuento estupendo abuelo!

–Me alegro de que te haya gustado cariño –respondió poniéndose en pie–. Pero ya va siendo hora de que os echéis a dormir.

–Ojalá tuviese yo un árbol mágico como el de Pablo… –murmuró Carla mientras su abuelo la arropaba bajo el edredón.

–Los árboles mágicos no existen… –observó su hermano.

–No hagas caso a tu hermano –exclamó su abuelo lanzando otra mirada de reproche a Manuel–. El árbol de este cuento existe de verdad.

–¿¡En serio¡? –dijo ella entusiasmada.

–Así es. Y si os portáis bien y os dormís, mañana mismo os llevaré de excursión a un lugar donde hay cientos de ellos.

–¡Bien! –gritaron los dos hermanos al unisonó.

 

A la mañana siguiente y como había prometido, el abuelo preparó bocadillos para los tres y tras introducir las mochilas en el coche, partió con Carla y Manuel rumbo a Jaén.

Después de unas dos horas de trayecto y cuando los niños empezaban a impacientarse, llegaron a su destino.

–¿Qué es eso, abuelo? –preguntó Manuel mirando la enorme estructura ubicada al final del camino de tierra en el que habían aparcado.

–Es una nave industrial.

–¿Y dónde están los árboles mágicos? –añadió Carla emocionada.

–Todo a su tiempo –dijo el abuelo bajando del vehículo.

Ya fuera del coche, el anciano guió a los dos jóvenes hasta lo que parecía ser la recepción del edificio.

–Buenos días –dijo la mujer que atendía el mostrador–. ¿Qué desean?

–Hola… creo que hablé con usted esta misma mañana. Llamé porque queríamos visitar el museo y…

–Es usted Fernando, ¿no? –lo interrumpió ella con una sonrisa– y estos dos niños tan guapos deben ser sus nietos, ¿me equivoco?

–No se equivoca, no –confirmó él mirando orgulloso a los niños–. Como ya le dije, nos gustaría hacer una visita a las instalaciones.

–Sin ningún problema –respondió ella indicando una puerta lateral–. Esa es la entrada al museo. Cuando hayan terminado de curiosear, pueden volver por aquí. Yo misma les llevaré a ver el almacén y les mostraré la finca.

–Se lo agradezco –dijo Fernando.

–Para que la visita sea más amena, en la mesa que hay nada más entrar al museo os he dejado un plato con el más famoso de nuestros productos –añadió ella.

Los dos jóvenes, impacientes por ver de qué se trataba, corrieron hasta la entrada. Una vez allí, Carla se giró mirando a su abuelo.

–¡Son los frutos del árbol mágico! –dijo introduciendo uno en la boca–. ¡Están riquísimos!

Tras intercambiar una sonrisa de complicidad con la recepcionista, el abuelo se acercó hasta la entrada del museo.

–Se llaman aceitunas… –explicó cogiendo una.

Después de dar buena cuenta del plato, los tres recorrieron la pequeña sala en la que se disponían útiles de labranza, fotografías, cuadros y diversos documentos relacionados con la agricultura. No obstante, lo que más llamó la atención de los jóvenes, fue una pieza en concreto. El objeto en cuestión era una hornacina con un asa metálica que desprendía una tenue luz.

–¿Esto es lo que el padre de Pablo enseñó al diablo? –preguntó Carla.

–Así es… es una lámpara antigua –confirmó el abuelo mientras los niños miraban ensimismados el artefacto.

–Pero, ¿de dónde sale la luz? –interrogó Manuel.

–El recipiente de la parte inferior está relleno con un combustible que se obtiene del árbol del que os he hablado. De ese modo se alimenta la mecha evitando que se apague. Si os fijáis bien, tiene un pequeño regulador con el que variar la intensidad –explicó Fernando disfrutando el momento casi tanto como ellos–. ¿Qué os parece si vamos ya donde guardan el oro? –añadió.

–¡Vale! –respondieron los niños.

Así pues, salieron de nuevo al recibidor y siguiendo los pasos de la recepcionista, caminaron hasta la puerta de acceso al almacén.

–Alaaa… –dijo Carla asombrada según puso un pie en el interior.

A lo largo y ancho de toda la nave, se extendían descomunales estanterías donde se disponían miles de garrafas llenas de un líquido dorado.

–Eso, chicos, es aceite de oliva, o como bien le dijo Pablo al diablo, “oro líquido” directamente obtenido del árbol mágico.

Durante varios minutos, los dos jóvenes permanecieron con la boca abierta recorriendo los largos pasillos en compañía de su abuelo. Finalmente, llegaron hasta una pared donde se recortaba una inmensa puerta de garaje. La recepcionista, que seguía con curiosidad las reacciones de los dos niños, se acercó a un interruptor.

–¿Entonces estáis preparados para ver el árbol mágico? –preguntó guiñando un ojo a Fernando.

–¡Sí! –gritaron al unísono.

Al pulsar el botón, la puerta se abrió mostrando la parte posterior del edificio donde daba comienzo una extensión de terreno cubierta por hileras de árboles de tronco grueso y espeso ramaje, idéntica a la descrita en el cuento.

–Ahí tenéis el árbol mágico –anunció el abuelo satisfecho al ver la expresión de asombro en los niños– o como suelen llamarlo por aquí, olivo.

Scroll Up