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11. La ninfa de las aceitunas

Douglas Emilio Ysturiz Camacho

 

Después de un quinquenio de feliz matrimonio mi esposa me recibió avinagrada. Ella permanecía con una masajista y un enano; no eran de mi agrado. Ambos laboraban en el hotel que Olivia administraba. Los ojos de mi consorte me asumieron con un destello de luz; me indicaban que estaban a punto de hervir como aceite de oliva. Gracias que no la toqué. Estaba que quemaba. Recuerdo que llegué con un ramo de rosas para celebrar nuestra unión. Cuando le di las flores, Olivia me dijo:

– Ah bien bonito, menos mal que después de cinco años abro los ojos. Te vas de la casa. No soporto que hasta el día de hoy tú no te hayas comido mi aceituna. No aguanto ser como el aceite extra virgen. Cinco años de matrimonio y ni fu, ni fa. Quiero tener hijos.

Para la fecha yo había prometido serle fiel a mi esposa toda la vida. Me había jurado a mí mismo jamás estar con ninguna mujer; aunque ésta fuera ella misma. El orden con el que yo había regido mi vida generó desorden en la vida de Olivia. Mi armonía interna, con la que yo había masturbado mi espiritualidad representaba el caos en ella. En cinco años nunca había presionado su aceituna para extraerle el zumo. Me lamenté de no haber prensado su oliva; corrí el riesgo que otro hombre la comprimiera para extraerle el jugo.

La persona que estaba con ella era una mujer de reciente data en la comunidad. Fingía ser amiga de mi esposa, pero jugaba a enamorarme. La mujer, toda una ninfa; se paró del asiento para marcharse. Sus ojos llevaban la chispa de las partículas atómicas que configuran la lujuria, la pasión y la intriga. Cuando pasó junto a mí me sacó la lengua y guiñó un ojo; luego se marchó con el pequeñín.

– Pero mi vida yo degusto todo lo que tú me das de comer; sabes más que nadie que lo como con el aceite que yo mismo elaboro. No recuerdo que me hayas dado aceitunas. Las únicas que he comido son las que cocina mi mamá. Cuando las prepara con papas no queda una en el plato.

Me respondió:

– Pues, te vas. Allí tienes tus maletas. Si vas a regresar vienes cuando estés dispuesto a comerte mi aceituna; pero eso sí, que yo no me entere que te has comido la aceituna de otra mujer, porque te serrucho el tronco de olivo. Como eunuco no vas a poder sembrarlo.

Para meterme miedo agarró un cuchillo de carnicero; me hizo recordar al protagonista de la película Psicosis. Me acerqué para calmarla. Su olor indicaba que se había bañado con el jabón de oliva. ¿Será que aprovecho y le quito la verraquera; me como su aceituna con pepa y capote?, me dije en ese momento, pero Olivia me peló los dientes. El reflejo de cuantos lumínicos en sus colmillos indicaba que podía morderme. Como perro regañado bajé la cabeza. Tomé mis “macundales” y salí de casa.

Como en mi vida me había dedicado más a los negocios que a la lectura, no comprendí los códigos que utilizó Olivia. Yo no entendí sus metáforas ni su lenguaje simbólico. ¡Tanto conflicto por cinco años sin comer su aceituna! El pueblo donde vivíamos las producía en todas sus variedades. La gente alimentaba la cultura olivar. Como pueblo de la cuenca mediterránea la sembraban desde la Edad de la Piedra. Elaboraban sus productos e incluso practicaban el Oleoturismo; mi esposa era una de sus exponentes. Yo mismo trabajaba en la elaboración de aceite.

Yo quería a mi esposa, la adoraba. No estaba dispuesto a perderla. Debía buscar la manera de “enmendar el entuerto”. Si nuestra felicidad consistía en comerme su aceituna debía averiguar qué quería ella transmitirme. Recuerdo que el conflicto me generó dolores de cabeza que calmé con fricciones de aceite de oliva. Salí de la casa como aceituna aliñada con vinagre y miel; con cara agridulce crucé la calle. En uno de los terrenos plantados de olivo el enano estaba recostado a un árbol; su aspecto era de Querubín. A su lado se proyectó una aceituna de dos metros. ¿Qué es lo que veo?, me dije, me quité los lentes para limpiarlos. Las lágrimas no me dejaban ver. Cuando me los coloqué vi que dentro de un holograma surgió una mujer. Su cuerpo emitía chispas eléctricas que como caricias la circundaban. Me quité nuevamente los lentes, les raspé las lágrimas; se trataba de la hermosura que había estado en casa. Me esperaba. Para no toparme con ella me desvié por el camino de la hipotenusa, pero la condenada me esperó por el lado de la tangente. Cuando me topé con ella, dijo:

– Si quieres comerte mi aceituna está disponible; puedes sacarle el jugo para preparar aceite. Con tu leño de olivo puedes encender los fotones de la pasión. Yo te puedo enseñar a hacer feliz a tu esposa. En mí puedes plantar tu Olivo.

Su pose condensaba la coquetería y la seducción. Me mostró la oliva que tenía, su textura tenía la fragancia del Monte de Venus. Las partículas atómicas de mi tronco de olivo estuvieron a punto de ser atraídas por la fuerza electromagnética de su aceituna. Como físico cuántico realicé un experimento imaginario; cual gato del físico Schrödinger me imaginé en un cuarto con ella. Si yo probaba su aceituna tenía el cincuenta por ciento de probabilidades que mi esposa lo supiera; igual probabilidad que no se enterara. La posibilidad de vivir como hombre viril, o morir como eunuco era la misma. No pude concretar el experimento imaginario porque el hombrecito que estaba junto a la mujer le coqueteaba. Le lanzaba flechecitas imitando a Cupido. Como Querubín jugaba a conquistarla. La mujer no le paró bolas y me lanzó un beso. Me indignó que pretendiera acosarme. Ella creía que yo le iba a ser infiel a mi esposa, pues no. De mí no obtuvo ni una gota de aceite para encender su lámpara. Con todo y mi negativa debo reconocer que la mujer era hermosa. De haber sido aceituna habría tenido nueve calorías. Su cuerpo era la tentación sin arrepentimiento. Su grasa pudo ser beneficiosa para mi salud. Su poder de hidratación podía rejuvenecerme. Sus omegas 3 y 6 podían ayudarme a degustar cuantas aceitunas se atravesaran en mi lengua; pero yo nunca estuve dispuesto a dejar mi olivo en cualquier terreno mal sembrado. De mí la ninfa no obtuvo ni una rama para una corona como la que elaboraban los griegos en las olimpíadas. Cuando la conocí, la nereida estaba en la etapa más fresca de su maduración; con su aceite pude haber lustrado mi tronco de olivo para inmortalizarlo. Su piel era de aceituna negra. Sus ojos verdes eran como los de mi árbol de olivo. Para quitármela de encima le respondí:

– No gracias. Si he de comer aceituna será la de mi esposa.

La nereida volteó y se fue. Su cara era de Venus y su cuerpo de Afrodita. La superhembra había sido malvada y chismosa; por su culpa estuve a punto de perder la oliva de Olivia. Internalicé que debía cuidarme de ella para recuperar mi matrimonio. Pensando en la mujer llegué a una posada que prestaba sus servicios en el pueblo. Su dueña se dedicaba al Oleoturismo. “Hospedaje la Ninfa de la aceituna”. Curioso nombre para dar hospedaje a mi conflicto. Cuando ingresé me recibió una anciana que parecía haber sido la persona que sembró la primera aceituna durante la Edad de la Piedra. Podía ser más anciana que Adán y que la Australopithecus Lucy. La mujer me dijo:

– Bienvenido a la posada, ¿en qué puedo servirle?

– Ay señora, vengo a quedarme un tiempo, hasta que resuelva el…-Comencé a llorar. Lloré más que Magdalena al pie de la Cruz.

La mujer me escuchó. Me invitó a sentarme. Sentado le relaté el conflicto que me generaba mi esposa por no haberme comido su aceituna durante cinco años. Después de escucharme la anciana dijo:

– Eso es grave. No sé quién está peor, si tú o ella. Ambos requieren atención. Yo creo tener la cura contra el malestar. Aquí puedes recibir la terapia, eso sí, debes hospedarte por un tiempo.

– No se preocupe, mi negocio de elaboración de aceite de oliva va viento en popa; si es para salvar a mi matrimonio y satisfacer a mi esposa estoy dispuesto a cualquier terapia.

La anciana daba la impresión de haber permanecido en salmuera durante siglos. Su cuerpo desprendía el olor de las aceitunas mezcladas con ajo y plantas aromáticas. Se vestía con la fragancia de una aceituna gourmet.

– Bueno, joven…

– Dígame Olivo; me llamo Olivo.

– Olivo, para curarte debes pasar una temporada. Dentro de la dieta que recibirás vas a comer aceitunas, ellas te aportarán vitamina E. Vas a probar las noventa variedades de aceitunas rellenas; las probarás con anchoas, queso, cebolla, pepinillos y pimentón. Aquí mismo te daremos todos los días un masaje con aceite de oliva. Pero tu cura te la garantizará una Ninfa que ingresará a tu cuarto durante las noches; ella te santificará para que a futuro te puedas comer la aceituna extra virgen de tu esposa.

– Gracias, ojalá que pueda ayudarme… ¿Cuándo comenzamos?

– Pues ahora mismo.

La anciana se incorporó. Minutos después me trajo aceitunas rellenas con carne molida. Después me condujo hacia mi habitación. Me indicó que dentro de una hora comenzaría la primera sesión de masajes. Efectivamente, una hora después me llamó y me dijo que me acostara en la camilla. Me colocó incienso y música para relajarme. Yo estaba a punto de dormirme cuando sentí que me untó aceite en la espalda. Un chorro de protones y electrones arribados desde un mundo paralelo revivieron en mí lo mejor de la vida. Las manos de la anciana comenzaron por mi columna vertebral. Con ambos pulgares hizo presión en los dos agujeritos que tengo más arriba de mis nalgas; sentí el fuego en mi tronco de olivo, para entonces estaba más seco que piedra en medio del Sol. Cuando recibí la orden de colocarme boca arriba percibí que no era la anciana la que me daba el masaje, era la mujer que había envenenado la vida de mi esposa. Sentí vergüenza pues mi árbol de olivo parecía asta de bandera.

-No te dé pena, soy una profesional.

-Pero, ¿dónde está la señora Ninfa?

Recuerdo que la hembra con rostro de Venus y cuerpo de Afrodita me dio un exquisito masaje. Me estimuló el consumo de aceitunas. De haber podido las habría comido dulces, amargas, saladas y ácidas. Cuando terminó su trabajo me dijo:

– Pronto estarás listo para mi aceituna y la de tu mujer- Luego se marchó.

Tiempo después ingresó la anciana, me dijo:

– Esta noche conocerás a la Ninfa de la aceituna. Ella enmienda los amores contrariados; con su guía y orientación aprenderás a amar a tu esposa. La felicidad de la que careces y que está enfermando a la espiritualidad de Olivia la comenzarás a vivir hoy. ¡Eso sí!: no debes comentarlo a nadie, pues perderías la oportunidad para comerte hasta la semilla de aceituna de Olivia.

Cuando la viejecita me estaba hablando ingresó mi esposa a la posada. Me miró “como gallina que mira sal”. Con sus ojos me indicó que no le hablara. Preguntó por la masajista. La viejecita me dijo que evitara su contacto. Me mandó a descansar. Desde mi habitación vi cuando la masajista ingresó con el enanito y se marchó con Olivia. Quedé mortificado. Me pregunté: ¿Cómo es posible que Olivia confíe en la mujer que pretende servirme su aceituna? De tanto meditar me dormí. A las doce de la noche, una fuerte ventisca abrió la ventana. Ingresó un intenso olor a aceitunas. El viento mantenía el aliento del frío. Raudo cerré la ventana. Al tenderme y arroparme sentí una mano que me acarició. No experimenté miedo. La persona que estaba conmigo me agarró una mano, la colocó en su cara. Parecía tener todas las arrugas del mundo. Supe que era la ninfa de la aceituna; por lo vieja. Cuando me abrazó toqué nuevamente su piel; ahora tenía la lozanía de una amazona. Palpé tímidamente sus glúteos, recordé a la masajista que me atormentaba. Me atrevo a jurar que la mujer que me ayudó a comer la aceituna de mi esposa configuraba la síntesis de Venus y Afrodita. Cuando la ninfa me conminó a comer su aceituna sentí en mis labios el sabor de la ambrosía; ella toda era un manjar de dioses.

A las cinco de la mañana desperté; la ventana estaba abierta. ¿Todo habrá sido un sueño?, me pregunté. Durante tres meses repetí la misma rutina. Primero el consumo de aceitunas. Después el masaje. Lo más insoportable: la llegada de mi esposa para tratarse e intercambiar chismes con la chismosa de la masajista; para colmo siempre estaba el enanito. Lo más grato: los sueños recurrentes con la nereida de la aceituna. Cuando la ninfa ingresó por última vez me hizo degustar su aceituna en caldo de anchoa. Después me dijo:

-Ya estás listo para cumplir los deseos de tu esposa.

A la mañana siguiente me paré antes del cantar de los gallos. Me esperaba la anciana posadera. Me tenía el desayuno servido. Como de costumbre me comí las aceitunas. Le di las gracias, la abracé y le di un beso; ella me dijo:

– Ya estás preparado para ser feliz con tu esposa. Come su aceituna y planta tu olivo como si fuese palo de roble.

Al llegar a mi casa estaba mi esposa con la masajista. El enanito dormía tendido en el mueble, quizás había trabajado mucho porque estaba exhausto. La ninfa y Olivia me vieron con ojos de lujuria. La de los masajes se incorporó, despertó al enano; luego se despidió de Olivia. Le estampó un beso en el cachete. Cuando la bella grecorromana pasó a mi lado me guiñó un ojo y lanzó un beso. No le paré una aceituna, porque yo era solo y exclusivamente para mi esposa.

– Ay mi amor. Un pajarito me contó que estás curado del maleficio que te impedía comer mi aceituna. ¡Qué felicidad!

Durante el almuerzo mi esposa me hizo comer aceitunas con espagueti; después merengada de aceitunas con aceitunas. En la noche me preparó una infusión de la misma que me mandó a dormir. ¿Qué pena?, dormir durante la mejor noche de cinco años de matrimonio. Cuando desperté me encontré solo en la cama; mi esposa no estaba. Lleno de angustia la busqué, de pronto se abrió la ventana. El viento frío que ingresaba todas las noches durante mi estancia en la posada arribó para calentar mi habitación. Cuando cerré la ventana estaba Olivia. Sus ojos, verde aceituna, resplandecían; dentro de sus pupilas estaba condensada la lujuria de la ninfa. Para romper el silencio me dijo:

– Aquí te he guardado mi tesoro más preciado. En este frasquito que tengo entre las piernas está mi aceituna; después de destaparlo puedes comerla. Por último, sembrarás tu olivo. Seremos felices para siempre. Un querubín que en las noches arribó a mis sueños me ha enseñado a quererte. Todas las noches yo me encaramaba en su tronco de olivo.

Sus palabras se cumplieron. Desde entonces no dejo de comer su aceituna. Con el paso de los años retoñaron nuestros hijos e hijas. Llevan el nombre de: Ninfa, Venus, Afrodita, Olivo, Olivia y Querubín.

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