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109. Tres pies

José A. Alcalá

 

Absorbió con repulsa la fetidez de la neutrónica antimateria que desprendía su asistente. Siempre que volvía de uno de sus viajes aquel hedor emergía desde las poliédricas caras de sus quarks. Aunque el asistente 3.14 se sacudió y trató de disimularlo, sabía que ya era demasiado tarde. Debería haber parado en el santuario. Sin embargo, iba demasiado apurado como para darse el lujo de perder más tiempo. Sospechaba que su hallazgo no iba a ser del agrado del Demiurgo, así que no había necesidad de agravar aún más su situación. Ya lo había decepcionado demasiadas veces en los últimos milenios.

 

Demiurgo y asistente comenzaron el intercambio.

 

—Tras mil años de búsqueda traigo el etne Xhandruehlta desde los bordes de la extinta civilización Alauris Elti XXnutl.

 

El Demiurgo brincaba impaciente entre dimensiones paralelas. Le irritaba profundamente el protocolo.

 

El asistente transmutó el intrigado simbolismo de Xhandruehlta en una compleja paleta de sabores, vivencias, recuerdos y ensoñaciones, lo que ellos denominaban etne.  Xhandruehlta reflejaba el dolor de una civilización condenada, expuesta desde sus orígenes a devastadoras catástrofes, tanto ambientales como sociales; siempre en continua lucha con otras especies superiores a ella en evolución y recursos. Acumulaba el padecimiento de milenios, pero, a la vez, atesoraba una utópica entelequia, transmitida de generación en generación, creyendo que un mundo mejor era posible.

 

Sin abrir nada, excepto la voluntad de querer, el Demiurgo aprehendió el etne. Lo estuvo explorando durante varios eones de tiempos mortales (apenas tres zeptosegundos para él) saboreando cada fracción. Tras su sinestésica experiencia, bostezó aburrido; plegando un poco, solo un poco, el continuo espacio-tiempo.

 

Ya había experimentado, millones de veces, el dolor de civilizaciones extintas. Había sentido, y sentía a cada instante, la oscuridad que emana del sufrimiento de los vivos, la rabia que provoca el olvido de los muertos, la indiferencia de los muertos en vida y la condena cruel de los muertos que permanecen vivos. Siempre era el igual, estaba hastiado de extinciones y de nacimientos, parecía que era lo único que había en el vasto universo, al menos, por parte de este asistente. Enfurecido, exclamó:

 

Última oportunidad. Te concedo una última oportunidad. Sorpréndeme.

 

3.14 asintió y desapareció.

 

Siendo el Demiurgo el dueño del tiempo, hubiera podido viajar al futuro y saber cuál era el etne siguiente, pero disfrutaba de la sensación de linealidad, se regodeaba en el lujurioso placer de tener algo que esperar. Se plegó por completo hasta refugiarse en las ondas gravitacionales de su agujero blanco.

 

El asistente suspiró decepcionado. Sus últimos intentos no habían satisfecho al Demiurgo, por lo que no había tenido tiempo para descansar y llevaba demasiado tiempo viajando.

 

Sin ocultar su resignación consultó su mapa astral. Había recorrido más de tres cuartas partes del universo, pero esta vez la situación era crítica. Él, su jefe universal, había sido muy claro. Una última oportunidad. Tragó angustiado un largo trago de antimateria.

 

—Vamos para allá —transformó su cuerpo en corpúsculo y viajó mimetizado con la luz.

 

Recordaba con satisfacción el impactó que causó en el Demiurgo su primer etne. Las ondas gravitacionales de este se plegaron y se expandieron al unísono. Fue muy sencillo: la simple extinción de un organismo unicelular tras apenas un centenar de años de vida. Una pincelada ridícula en comparación a otras tantas, tantísimas formas de vida que habían sucumbido ante el ocaso de su desaparición.  Tengo que encontrar algo que lo sorprenda, pero… ¿qué? Me estoy jugando la nada eterna.

 

¿Y si pruebo con una gigante roja? El etne de una estrella es la parte más antigua del universo, mucho antes que el propio tiempo, cuando todavía Demiurgo ni siquiera existía. Conocerlo debería ser una sensación única, pero había que acceder hasta el mismo núcleo, atravesando temperaturas y radiaciones imposibles, por lo que se corría el riesgo de una desintegración astral. Conocía del destino de asistente 9.81 y asistente 1.62. Ambos desesperados por satisfacer al Demiurgo se volatizaron en su intento de viaje al núcleo de la estrella HE 1523-0901. ¡Sihp!

 

Estuvo sopesando la idea, pero finalmente la desechó. Cerró los ojos y se dejó llevar. Ya encontraría algo. Siempre lo hacía.

 

Con un leve parpadeo, se desprendió de su estela lumínica. Había llegado a un pequeño planeta. Recuperó su corporeidad inmaterial y se sitúo en la séptima dimensión listo para explorar.

 

Saltó de continentes desérticos a paisajes helados, se internó en las profundidades del núcleo y buceó hacia las fosas marinas donde reconoció a los seres más antiguos de aquel planeta. Se osmotizó con rocas y arroyos, aprendió que su ciclo vital no era muy diferente de tantos otros: erosión, erosión y más erosión, seguido de adaptación y mutación. Conoció, entre otros muchos descubrimientos, la montaña más alta (Everest), el lago más salado (laguna Don Juan), el océano más dulce (Pacífico), el bosque más frondoso (Amazonia), la especie más antigua (la esponja), el color más puro (una mezcla de verde y dorado), la especie más inteligente (los pulpos), la especie más trabajadora (las hormigas) y la especie más dañina para el planeta (el humano). Todo, absolutamente todo, le resultó tremendamente corriente, sin novedad alguna respecto a otros mundos. Representaba, tan solo, uno más de la infinidad de planetas que existían en el universo.

 

Se sentó en una tierra árida. Si fuera humano, quizás se hubiera restregado los ojos y se hubiera permitido un largo suspiro, incluso dos. Pero al no serlo, simplemente, meditó su siguiente movimiento. No había encontrado ningún etne que lo cautivará así que tendría que continuar con la búsqueda.

 

Llevaba, planificando y postergando varios días terrenales, cuando una pareja de seres llamó su atención. Su estrella comenzaba a despuntar por el horizonte y 3.14, como buen procrastinador, decidió escuchar.

 

Al ser más joven le calculó unos ochenta años. De naturaleza bípeda y con tendencia al movimiento, se comunicaba con un lenguaje fonético fluido, utilizando, para ello, su orificio facial principal. Vocalizaba modulando tanto su lengua como sus labios y el sonido brotaba de su garganta. Sus palabras emergían por la vibración de sus cuerdas vocales que resonaban y utilizaban la potencia de su cavidad torácica. Aquel ser, sin duda, pertenecía a la especie más dañina para el planeta.

 

Al otro ser le calculó unos seiscientos años. Poseía cientos de raíces que lo conectaban al suelo, formando una compleja red de interacción con sus semejantes. Utilizaba la vibración, las esporas de sus hojas mecidas por el viento y la humedad de la tierra para poder comunicarse con sus compañeros. Estaba rodeado por cientos de ellos, todos bien alineados a lo largo del terreno, formando un ordenado complejo de olivos que se extendía hasta desaparecer por el horizonte.

 

—¿Cómo vas amigo? ¿Has pasado buena noche? —dijo el humano.

 

El olivo le contestó en su propio lenguaje. Inaccesible para el humano, pero alto y claro para 3.14.

 

—Cada vez soporto peor las heladas. Se me calan las raíces y hojas. Mi savia no fluye como antes, se queda atascada en las encrucijadas —hundió sus raíces un poco más en el terreno, absorbiendo toda la humedad posible— ¿Sabes? Me estoy haciendo viejo. ¿Tu noche qué tal? —se interesó el olivo.

 

El hombre pasó la mano por su retorcido tronco, deteniéndose en las arrugas que formaban los nacimientos de una frondosa rama. Tocó, palpó, absorbió con las yemas de sus dedos la textura de decenas hojas, todo en apariencia aleatorio. Asintió de forma inconsciente; parecía satisfecho de su rutinaria exploración. El olivo arremolinó su copa, haciéndose un poco más pequeño y asumió, una vez más, el abismo comunicador que los separaba. Él era capaz de comprenderlo; el otro, de lenguaje ruidoso y proclamas inteligentes, era sordo al más pequeño de sus sentimientos y pensamientos. Sin embargo, la falta de respuesta del hombre no le decepcionó, estaba acostumbrado a ser incomprendido.

 

3.14 se sintió atraído por aquel dialogo ridículo desde la tercera dimensión en que ellos habitaban, desconcertante y conmovedor desde el séptimo plano en el que él estaba.

 

—Siempre me preocupa no encontrarte cuando despunta el sol —la voz que arrastraba el viento era triste.

—No te preocupes. Todavía me queda mucho tiempo en estos parajes —lo tranquilizó.

 

El hombre se sentó con la espalda apoyada en el tronco del olivo y sacó de su bolsillo un trapo arrugado. Dentro había cuatro trozos de una sustancia blanca, cortada en forma de cuña que masticó con deleite. Después dio un largo trago de una botella que colgaba de su pecho.

 

—Por tu salud viejo amigo —y brindó golpeando su bota contra el tronco al mismo tiempo que dejaba caer un generoso chorro.

—Gracias, siempre me encanta este trago mañanero.

—Voy a contarte un secreto —dijo con la vista clavada en la cruz del olivo.

 

El olivo se sorprendió y con preocupación cerró levemente sus ramas y hojas sobre él, dándole la protección e intimidad que requiere un íntimo secreto.

 

—Creo que esta noche voy a morir —su voz ahora era solemne, sin miedo—. Me notó los huesos cansados y el alma herida.  Creo que ha llegado el momento de volver a abrazarla, mi buen amigo.

—¿Cómo lo sabes?

—Sé que la deje en buenas manos contigo, sé que lo hice —acariciaba con delicadeza el tronco.

—No te preocupes, la estoy cuidando. No te preocupes —repitió tratando de controlar su propio desconsuelo.

 

El asistente notaba la furia del olivo crecer a cada instante. Movía sus hojas con violencia, queriendo romper aquel desgarrador monólogo, esa barrera insalvable que impedía que sus propios sentimientos fueran escuchados. Él quería reconfortar a su compañero de fatigas.  3.14 se introdujo en la undécima dimensión, aquella que contiene todas las formas de comunicación del universo y exploró los lenguajes de cada uno de ellos.

 

En el hombre detectó alexitimia, en el del olivo encontró mëRtâ. El segundo etne reflejaba la frustración de un ser vivo en su intento de comunicación entre especies. Estaba esculpido por siglos de silencio, de permanecer en la sombra e incomprendidos desde la mirada humana. Lo examinó con lujuria pensando en el Demiurgo. Poseía unas resonancias vibrantes con simple trigonometría lineal en el interior, pero misteriosa desde su cuadrática composición externa. Era maravillosamente bella su estructura. Una relación no simbiótica que despertaba tal fortaleza y unión, era una clara rara avis entre los seres vivos del universo.

 

Continuó atendiendo, ahora, con crecido interés, el desarrollo de la conversación.

 

—Me da miedo por mis pequeños. ¿Nunca más los veré? Me gustaría saber que será de ellos. Si la cosecha es buena tendrán suficiente para salir esta temporada. Pero si no, tendrán que buscarse las habichuelas en otro lugar… Mi buen amigo, ¿tendrás una pequeña ventana para observarlos?  —dibujó una media sonrisa triste.

 

El olivo aprovechó una repentina brisa para mecer sus hojas y envolverlo en un fraternal abrazo.

 

¿Cómo pueden estar desarrollando una conversación tan profunda sin interactuar? Y, aun así, están unidos el uno al otro, realmente unidos. ¿Cómo es posible?

 

El asistente acariciaba con delicadeza el etne mëRtâ. De repente, se le ocurrió una idea.

 

Descendió con prudencia hasta situarse en el mismo plano astral y material que aquellas dos criaturas, y se introdujo dentro de la rugosa corteza. A pesar de su disimulo, el olivo gritó de pánico. Abrió y extendió sus hojas, arrugando sus raíces y arañando con ellas la deseca tierra.

 

—¿Qué…? ¿Qué eres?

—No importa lo que soy, solo estoy aquí para ayudarte.

—¿Ayudarme? ¿Para qué? ¿Qué eres?

—Estaba escuchando vuestra conversación y he sentido tu impotencia. Estoy aquí para ayudarte a comunicarte con él.

—¿Eres un dios?

—No, aunque para ti, así lo parezco.

—¿Qué hace un dios conmigo? ¿Está dentro de mí?

—No soy un dios. Aprovecha la ocasión, no vas a tener ninguna igual.

—¿Le puedo preguntar algo? —dijo ilusionado el olivo.

—¿Quieres conocer los designios del universo?  —respondió burlón 3.14.

—No. Solo quiero agradecerle algo.

—Eso es nuevo. Pocos se acuerdan del agradecimiento, normalmente sois mucho más rápidos blasfemando de vuestros dioses. Yo no soy ningún dios. No tienes nada que agradecerme. Te repito, estoy aquí para ayudarte a comunicarte con él. Si no quieres, me voy. Tengo otras cosas que hacer.

—¿Qué cosas?

—Eres insoportable. ¿Tienes que preguntar tanto?

—Lo siento…Pero entiéndame, estoy nervioso. Acaba de entrar en mí, no sé cómo, y estoy hablando con una especie de ser superior, pero no sé cómo tampoco. Llevo aquí plantando más de seiscientos años y nunca me había ocurrido algo así. A mis compañeros tampoco que yo sepa.

3.14 lo comprendió, mas empezaba a inquietarse y pensar que había sido una mala idea. A los seres sencillos, las cosas extraordinarias los desarbolan.

—¿Quieres que le diga algo de tu parte?

—¿Qué le puedo decir? Le he dicho tantas cosas todos estos años —hizo una larga pausa—.  Ahora no se me ocurre algo concreto. ¿Va a morir esta noche?

—Eso no te lo puedo decir.

—¿Lo sabe? ¿Va a morir? ¿Está en lo cierto?

—No he venido aquí en función de vidente. Si quieres decirle algo es tu oportunidad, si no, me voy.

—¿Puedo pensarlo un poco?

—Te concedo un poco de tiempo. Pero mientras tanto no hables. Ni preguntes.

—Gracias —dijo aliviado.

 

El olivo comenzó a recordar. Viajó y viajó, muchos años atrás, mucho antes de que aquel hombre naciera.

 

Solo, perdido y asustado. Me rodeaban arbustos espinosos y pegajosas hiedras, lejos del agua y sin ningún compañero. Dependía de la impredecible lluvia de aquellas áridas tierras. Era joven y las rachas de viento movían con facilidad mi inestable tronco. ¡Como me zarandeaban! Pero unas encalladas manos comenzaron a cuidarme, alimentarme y a regarme con regularidad. De sol a sol, trabajaban sin descanso, protegiéndome de amenazas, regalándome profundas pozas para atesorar el agua de la esquiva lluvia y pronto, todas esas tierras estaban repletas de otros semejantes, otros olivos con los cuales alejar la soledad y en parte ahogar la incomprensión. Esas eran las manos del trasabuelo del hombre que hoy me sigue cuidando. Le debo tanto a todos ellos, a esta finca. ¿Cómo puedo decir una sola cosa? Me han ayudado en mi incansable lucha contra diabólicos seres que me mordisqueaban sin piedad. Eran tantos y tan repulsivos. Me han acompañado en noches heladas, en épocas de sequía y en tórridas tardes. Siempre me han regalado palabras de agradecimiento tras cada cosecha, buena o mala, pero siempre han velado por mi salud y la de mis compañeros. Soy el guardián de su esposa, de sus padres, y de los padres de sus padres. También lo seré de él y de sus hijos. Todos ellos corren por mi savia, mezclada con mi esencia. Yo soy parte de ellos y ellos son parte de mi y a pesar de ser incapaces de comprenderme durante tantos años. ¿Cómo solo puedo decir una cosa?

 

El asistente sonrió, había absorbido toda aquella vorágine de pensamientos y recuerdos.

 

—No te preocupes —dijo afable 3.14—. Tan ensimismado estabas en tus recuerdos que no has percibido que tu amigo está aquí contigo. Él ya conoce toda tu historia. Míralo ahí, está llorando.

 

Sintió las lágrimas saladas del hombre fundirse con su savia y una extraña sensación, incorpórea. Se agitó de placer y todas sus raíces vibraron. Ahora, gracias a una conexión imposible de definir, ambos estaban conectados el uno con el otro en una misma dimensión y con un lenguaje común. Se desnudaron completamente, hasta quedar trascendidos, en paz consigo mismos.

 

El asistente volvió a sonreír y se dirigió al hombre.

 

—Tenías razón. Hoy vas a morir, pero también resucitaras.

 

Envuelto por la ingravidez del tiempo y la permeabilidad del espacio, del grueso tronco comenzó a nacer un nuevo pie. Crujientes ramificaciones crecían y crecían, refulgiendo el verdor de las puntiagudas hojas que se elevaban sin pudor hasta el cielo. Así, el antiguo olivo revivió, ahora, acompañado y con una nueva ventana desde la cual contemplar el mundo.

 

Olivo y humano, ya como un único ser, le agradecieron a 3.14 su intervención.

 

Este les devolvió el agradecimiento. A él también lo habían ayudado. Había encontrado el etne perfecto para Demiurgo. Intuía que lo iba a deleitar como si de una supernova se tratase. El etne era explosivo, chispeante, novedoso, inmaterial. Estaba muy satisfecho de su hallazgo.

 

Sin embargo, la satisfacción le duro poco.

 

De repente, todo el cansancio acumulado de los millones de años, de los infinitos viajes, de la necesidad constante de satisfacer a Demiurgo y de la agotadora tarea e incesante exploración del universo, explotó. Sintió que pesaba demasiado, llevaba arrastrando esa carga demasiado tiempo, estaba harto de solo vivir para satisfacer a su jefe. Sin más, supo lo que tenía que hacer.

 

Cerró la cuarta dimensión, aquella que le permitía escapar y se quedó allí, arropado entre aquellos seres en su sencilla y manejable tercera dimensión. Aprovechándose del robusto tronco modeló su nueva existencia. Hizo crecer un nuevo pie, aunando el misticismo de su existencia con la frugalidad terrenal y se unificó al olivo; ramificándose, creció y creció. Hasta crear, ahora sí, un olivo de tres pies.

 

Y así, como parapeto de tiránicos dioses nacieron los olivos de tres pies en el planeta. Custodian el alma de ninfas, almas perdidas, hadas, demonios, humanos, olivos, fantasmas del pasado e incluso asistentes condenados a satisfacer a caprichosos demiurgos. Todos ellos conviven en un hogar tan mágico, al igual que cuántico e incomprendido, como son los olivos de tres pies. Incluso, el propio Demiurgo, si algún día buscara cobijo más allá de su agujero blanco encontraría en el olivo de tres pies el lugar perfecto para empezar a ser.

 

 

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