
106. El recuerdo de un beso con sabor a oleum hispanicum
Es una «oliva preciosa» la santa cruz
que con su aceite nos unta y nos da luz…
(Teresa de Jesús)
Seguí al viejo y achacoso hermano Remigio por el enjambre de oscuros pasadizos excavados bajo la abadía hasta llegar a una pequeña y escondida galería a la que se accedía por varios escalones de piedra húmeda y ennegrecida. Allí acercó la lampara que portaba en su diestra mano a una vasija de barro que tendría la altura de tres codos y la anchura de dos, y díjome:
—Hermano Jacinto. Aunque la mayoría de los padres y hermanos que aquí oran et laboran están convencidos de que el mayor tesoro que posee esta abadía son los antiquísimos legajos y pergaminos almacenados en la biblioteca desde su construcción hace ya mucho tiempo, he de confesaros que yerran tanto o más que lo hicieron fray Dulcino o el abad Joaquín de Fiore con sus dogmas a todas luces contrarios a las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo.
—¿Por qué decís tal cosa? —inquirí con cierto desasosiego al escuchar el nombre de esos dos religiosos que, aunque vivieron hace varias centurias, sus doctrinas aún perduraban en ciertos escritos prohibidos y en la mente de algunas gentes heréticas de estos y otros territorios.
—Porque nada tiene mayor valor en toda la abadía que esto que aquí estáis viendo en estos momentos con vuestros propios ojos.
—Pero solo se trata de una simple y vieja vasija de barro —me atreví a decir con voz entrecortada.
—¡Por el amor de Dios, muchacho! Lo valioso no es la vasija en sí, sino su prodigioso contenido; el cual es capaz de curar muchas de las dolencias que afligen nuestro frágil cuerpo y también de darnos fuerzas suficientes como para seguir caminado sin desfallecer por este valle de lágrimas hasta el fin de nuestros días.
Luego me ordenó que retirase la tapa de madera que cubría la parte superior de la vasija y, alumbrando su interior con la lámpara que portaba, díjome.
—Ahora, hermano Jacinto, aspirad sin temor su característico aroma y embriagaos de él.
Incliné la cabeza hasta que mi nariz se introdujo varios palmos en la vasija y aspiré sin demasiado convencimiento, notando que un fuerte olor penetraba por mis fosas nasales para, poco después, inundar mis pulmones hasta hacerme toser varias veces seguidas.
—¡Por el amor de Dios! Será todo lo curativo que decís, pero puedo asegurar que no huele precisamente a rosas —manifesté con gesto contrariado.
—¡Ja, ja, ja…! —rio con ganas el hermano Remigio—. Eso se debe a que no estáis acostumbrado a estos menesteres tan refinados. Con el tiempo sabréis apreciar tanto el sabor como el olor de lo que los romanos ya conocían como oleum hispanicum y que almacenaban para su consumo en las denominadas ánforas olearias, que solían ser panzudas y casi esféricas. También el gran Homero definió en la Odisea este líquido como oro líquido o aceite de los dioses.
—Si vos lo decís…
—No solo lo digo yo, que solo soy un simple y viejo fraile, sino que escritos del Antiguo Testamento tan importantes para los cristianos como son el Éxodo, el Levítico, el Génesis o el Deuteronomio recogen en sus páginas que este maravilloso líquido extraído de la oliva, convertido en aceite santo o santos óleos y también en crisma mezclándolo con bálsamo, es símbolo por excelencia del Espíritu de Dios o Espíritu Santo, el cual nos aparta del mundo, nos consagra, nos purifica y nos santifica. Incluso el característico árbol del olivo, que puede llegar a vivir cientos de años, es considerado un símbolo de paz y de reconciliación entre Dios y los hombres, como así lo explica la presencia de la paloma que lleva en su pico una ramita de olivo a Noé como prueba de la culminación del Diluvio Universal.
—¿Y por qué motivo me habéis traído hasta aquí? Después de todo lo que habéis confesado acerca de este valioso líquido, no creo que un joven fraile como yo sea digno de tocarlo siquiera.
—No seáis tan modesto, hermano Jacinto. Sabed que, por mediación mía y con la aquiescencia del abad, desde el próximo lunes vos, y nadie más que vos, seréis el hermano aceitero; o sea: el encargado de venir semanalmente hasta este apartado lugar del sótano con el importante cometido de llenar una jarra de este espeso y preciado líquido y dársela en mano al encargado de la cocina de la abadía.
—¿Y por qué no seguís haciéndolo vos?
—Porque mañana mismo, después de maitines, partiré a lomos de mulo hacia otro monasterio de nuestra orden con la misión de hacerme cargo de su bodega y de la labranza de sus viñedos. Por otra parte, y ya para concluir con este importante asunto que nos ha traído hasta aquí, debéis tener presente que ya no queda ni un cuarto del contenido de esta vasija, y no podéis permitiros derramar ni una sola gota de aceite porque no sabemos cuándo nos enviarán más desde una villa que está enclavada en el santo reino de Jaén.
—Así lo haré, hermano Remigio.
—Más os vale o el abad montará en cólera y os enviará sin remisión a limpiar letrinas y establos para el resto de vuestra vida.
A la mañana siguiente me despedí con cierta pena del hermano Remigio y comencé a cumplir a rajatabla la importante misión que él me había encomendado; y así lunes tras lunes fui entregando al orondo y jovial hermano encargado de la cocina la jarra con ese líquido curativo que, por su escasez, solo se empleaba entonces en la abadía para elaborar contados platos, en especial un nutritivo consomé de pollo destinado al necesario sustento de los padres y hermanos aquejados de alguna dolencia corporal, y que se preparaba según una ancestral receta cenobítica que rezaba así: «Se mete en el horno y, cuando esté lo suficientemente cocido, se cogen un par de huevos frescos, se baten bien con zumo de naranja y agua rosada y se añade todo a la cazuela. Luego se vuelve a meter en el horno con varias cucharadas de oleum hispanicum y se deja que permanezca allí por espacio de un credo».
Pero el falaz diablo, que nunca duerme y todo lo añasca con sus malas artes, propició que cierta jornada, en que ladeé más de la cuenta la vasija para llenar la jarra de aceite, se me resbalara de las manos y comenzase a rodar hasta chocar contra la pared de la galería y romperse en mil pedazos, empapando el suelo térreo con ese líquido escaso y milagroso que tanto reconfortaba a los hermanos aquejados de algún mal corporal.
Pude haber puesto inmediatamente en conocimiento del abad tan aciago sucedido, pero, ante sus más que probables y merecidas reprimendas hacia mi descuidada y patosa persona, opté por dirigirme sin dilación al templo de la abadía, donde, postrándome de rodillas ante la milagrosa imagen del Crucificado, le rogué con gran recogimiento y humildad que intercediese por mí para ayudarme a salir airoso de tan penoso trance. Entonces, recordando el conocido milagro de los panes y de los peces que recogen los Santos Evangelios, esperaba que Nuestro Señor Jesucristo realizase cualquier otro prodigio; incluso que su poderosa mano situase una pequeña nube sobre nuestra abadía para que de ella cayese una lluvia de aceite de oliva que los hermanos recogeríamos en todo tipo de recipientes y luego almacenaríamos en el sótano para seguir gozando de tan precioso líquido.
Pero nada de esto sucedió y una de esas jornadas no tuve más remedio que confesarle sumisamente al abad que, debido a mi impericia, los hermanos cocineros ya no dispondrían ni de una sola gota de aceite para sus quehaceres culinarios hasta que no nos enviarán más desde el santo reino de Jaén. El encolerizado abad no se anduvo con remilgos y, tras ordenarme que le siguiese inmediatamente hasta la amplia sala capitular de la abadía, me echó una reprimenda que dejaría en pañales incluso a la que echó Jesucristo a los mercaderes del templo.
A la mañana siguiente, en compañía de fray Arturo de Pozurama —un jovencísimo hermano que había ingresado pocos meses antes en la abadía— y llevando las riendas de una recua de acémilas a cuyos lomos habíamos sujetado con cuerdas no pocas tinajas vacías, partí por expreso mandato del abad hacia lejanas tierras para aprovisionarnos del tan necesario aceite de oliva que traeríamos a nuestra abadía. Para tan importante encomienda, uno de los hermanos encargados de la biblioteca y del scriptorium puso en mis manos un preciso mapa en el cual se detallaba la ruta más segura que deberíamos seguir hasta llegar a nuestro destino y los distintos monasterios y recintos religiosos que encontraríamos a nuestro paso donde podríamos descansar para reponer fuerzas y proveernos de diversos alimentos.
Con el fin de no hacer tedioso mi relato, solo mencionaré que fueron muchas jornadas de marcha durante las cuales fray Arturo de Pozurama y yo recorrimos leguas y más leguas hasta llegar al santo reino de Jaén, concretamente a una población amurallada que se halla asentada en la falda de un cerro, en las estribaciones de una sierra que llaman Mágica, y dominada por su imponente castillo con dos torres del homenaje gemelas y construido sobre un promontorio o meseta de roca viva. Se trataba de la leal villa de Xódar o Jódar, conquistada un verano de hace ya varias centurias por el monarca castellano Fernando el Tercero con la inestimable ayuda de Rodrigo Ximénez de Rada, entonces arzobispo de Toledo, cuando todos estos territorios servían de frontera entre las huestes cristianas y las infieles y las razias y cabalgadas estaban al orden del día; y a la cual casi ocho lustros después de su conquista el rey Alfonso el Décimo le concedería, por privilegio fechado en Murcia, el título de villa, además de la creación de un concejo y el derecho a gobernarse por el llamado «Fuero de Lorca», que concedía a sus vecinos una serie de ventajas y prerrogativas relacionadas con impuestos, comercio, residencia…
Su situación privilegiada como paso obligado de ejércitos, comerciantes y demás gentes hacia los valles de los ríos Jandulilla y Guadiana Menor, y las distintas vías romanas que discurren por su término y comunican con importantes poblaciones de este y otros reinos, hacen de esta villa un importante y próspero núcleo urbano. Aunque su terreno es escabroso, con ondulaciones y pendientes que determinan la formación de montes y barrancos, cárcavas y quebradas muy acentuadas, su clima, con veranos secos y cálidos e inviernos frescos, le hacen muy apropiado para el cultivo del olivo; no en vano esta villa ya era considerada en tiempos musulmanes reserva de aceite de este y otros reinos.
Entramos en esta acogedora población por una de las puertas enclavadas en la compacta muralla que la rodea y nos dirigimos sin tardanza hacia la céntrica morada de un conocido ricohombre, emparentado con la poderosa y noble familia Carvajal, a quien entregamos en mano una carta firmada y sellada por el secretario personal del obispo de Baeza, primo hermano del abad de nuestro cenobio, y en la que se le instaba a que nos diese cobijo durante el poco tiempo que allí teníamos pensado permanecer hasta cumplir nuestra misión. Se trataba de un hombre maduro de aspecto serio y circunspecto que ordenó que nos alojaran sin dilación con los sirvientes en una humilde vivienda de una sola planta y situada en el rincón más alejado del jardín de su casona palaciega.
Esa misma mañana, antes de comer con la servidumbre, recorrí en compañía de fray Arturo de Pozurama toda la villa, adentrándonos en sus calles y plazas y conversando con las acogedoras y animosas gentes que encontramos a nuestro paso. Por estas supimos de los graves conflictos surgidos hace ya algún tiempo en esas tierras entre ganaderos y olivareros porque los animales de los primeros se comían las ramas de los olivos, destrozándolos de tal manera que ya eran inservibles para dar fruto. También supimos que para el cultivo de la aceituna allí araban la tierra dos veces al año —la primera en febrero y la segunda en torno a mayo—, procediendo a su recogida en el mes de noviembre y siempre realizándose esta por manos de mujer, para luego llevar el preciado fruto hasta las almazaras para realizar su molturación y su posterior puesta a la venta.
La misma noche de nuestra llegada a esta villa se celebró una gran fiesta en los jardines de la casona palaciega del ricohombre que nos había alojado con sus criados, y en la cual se llevaría a cabo la pedida de mano de su hija primogénita. Durante buena parte de esa jornada las dos coloradotas cocineras y sus ayudantes se dedicaron exclusivamente a preparar todo tipo de platos, cuyos ingredientes fueron cocinados y aderezados con el exquisito aceite de oliva elaborado en esas tierras, para agasajar a los muchos e importantes convidados que asistirían al festín; mientras el resto de la servidumbre se esmeraba en colocar grandes tablones de madera con caballetes para luego cubrirlos con manteles de fina tela de Flandes sobre los que reposarían las muchas y ricas viandas y las jarras con las diferentes bebidas. También un cuarteto de jóvenes juglares fue contratado para amenizar la velada con sus trovas y la música procedente de sus rabeles, laudes y chirimías.
Después de que los ilustres invitados hubiesen partido hacia sus respectivas moradas, quiso el ricohombre que la servidumbre de su casona palaciega también participase de la fiesta. Era bien entrada la madrugada cuando tanto fray Arturo de Pozurama como yo mismo nos vimos sacados de repente de nuestros catres por varios criados para ser llevados en volandas hasta los jardines de la casona, donde no hicimos ascos a los abundantes restos de los manjares que aún quedaban sobre las mesas ni tampoco a las jarras medio llenas de exquisito vino y otras bebidas. En la grata compañía de aquellas gentes simples, que aprovechaban esos momentos de solaz para olvidarse de sus muchas penurias, no paramos de bailar, cantar y reír hasta caer medio mareados sobre la verde hierba del jardín, donde pronto se nos acercaron dos jóvenes y despechugadas sirvientas que nos ofrecieron finas rebanadas de pan candeal que ellas misma habían empapado poco antes en aceite de oliva y que, a decir verdad, desató nuestra libido hasta límites que no conocíamos, lo que ocasionó que no tardáramos ambos en fundirnos con ellas en un largo y apasionado beso con claro sabor a oleum hispanicum.
De lo que más tarde nos sucedió a fray Arturo de Pozurama y a mí durante aquella estrellada madrugada en los jardines de la citada casona palaciega es algo que sin duda quedó grabado a fuego en el corazón de cada uno de nosotros, dos jóvenes frailes que aún no habíamos hecho votos monásticos de obediencia, castidad y pobreza y que apenas conocíamos las muchas tentaciones con que se adorna el mundo de los hombres; y de lo que ninguno de los dos jamás hablaríamos con nadie más que con el padre confesor.
A la mañana siguiente nos levantamos con una gran resaca, sin duda ocasionada por el abundante vino que habíamos bebido la noche anterior. Poco después de desayunar un cuenco de leche en la cocina con los miembros de la servidumbre, nos despedimos de todos ellos y también del amable ricohombre que nos había alojado; partiendo seguidamente con la recua de acémilas hacia una almazara cercana donde, tras desembolsar no pocos maravedís que me proporcionó el hermano encargado de las finanzas de nuestra abadía y que desde entonces yo llevaba escondidos bajo un pliegue cosido de mi hábito, llenamos las tinajas con el exquisito y curativo aceite de oliva allí elaborado y abandonamos la acogedora y leal villa de Jódar con rumbo hacia nuestra abadía.
He de indicar que en nuestro largo viaje de vuelta pasamos por otras importantes poblaciones del santo reino de Jaén, como Andújar y Arjona, en cuyos términos sus vecinos nos aseguraron que hay plantados más de veinte mil olivos y funcionan continuamente alrededor de veintidós molinos, los cuales tardan meses enteros en elaborar el jugo de tanta aceituna recolectada.
Tras muchas jornadas de larga y pesada marcha y de pernoctar en distintos monasterios llegamos a las puertas de nuestra abadía sin contratiempos dignos de mención. Después de reunirnos con el abad en la sala capitular y ponerle al corriente de buena parte de lo acontecido durante nuestro viaje por diversos territorios peninsulares —hoy ya todos ellos en manos cristianas desde que se rindiera hace algunos años el reino nazarí de Granada—, almacenamos las tinajas con el preciado aceite de oliva en la misma galería del sótano de la abadía donde se hallaba la vasija que, debido a mi impericia, se rompió en mil pedazos.
Poco tiempo después y por mandato expreso del abad, fui despojado del cargo de hermano aceitero y mi compañero de viaje, fray Arturo de Pozurama, se encargó desde entonces de tan importante quehacer. He de confesar que aunque entonces este hecho me contrarió en demasía, no por ello me impidió acudir furtivamente todas las semanas hasta la apartada galería del sótano donde estaban las tinajas con el aceite de oliva y llenar con él un pequeño cuenco que luego escondía en un hueco disimulado de la pared de mi celda.
Así fueron pasando los años y no hubo noche en que, sentado en mi catre y después de rezar las oraciones de rigor, yo me privase de beber un pequeño sorbo de ese prodigioso líquido. Claro que he de reconocer sin ambages que aún hoy en día, cada vez que lo paladeo, mi mente vuela hasta la leal villa de Jódar para recordar aquel largo y apasionado beso con sabor a oleum hispanicum que me dio una joven criada. Solo espero que el Supremo Hacedor, que todo lo ve, me perdone esta flaqueza cuando me haga comparecer ante él.