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105. El motor de un pueblo

Javier Gil García

 

Agustina era la hija mayor de una familia humilde, su hermano pequeño, “Luisito”, por complicaciones en el parto le faltó oxígeno al nacer, si bien la madre de ambos, utilizó su última bocanada aire, para con generosidad bombearla con fuerza a Luisito y permitir que éste viviera. Una burbuja que fue el primer y último beso a su pequeño, pues no pudo superarlo y falleció poco después de escuchar su primer llanto. Así pues, Agustina, con tres años, se quedó huérfana de madre y con un hermano pequeño, que lejos de ser una carga, fue un impulso y estímulo constante para una pequeña familia, capitaneada siempre por la abuela Joaquina, que daba fuerza y energía a todos sus miembros.
Esta es una historia de sacrificio, lucha, igualdad, reconocimiento y sobre todo de libertad.
El padre de Agustina, Manuel, era agricultor en un pequeño pueblo de Teruel, Llaoza, que como muchos otros, abandonó el cuidado de sus tierras para arriesgar su vida en busca de un salario digno en las minas de carbón. Manuel y sus compañeros, mordían la montaña a golpe de martillo y cincel, sin ni siquiera imaginar, las máquinas que apenas veinticinco años después harían más fácil el trabajo del minero. No había ni uno solo de ellos que no hubiera tenido que ser rescatado, por encontrarse atrapado tras el derrumbe de alguna galería.
El precio de trabajar bajo tierra no saldría barato, las minas de Andorra se cobrarían con creces el saqueo que el ser humano acometía en sus entrañas. Muchos acabaron con los pulmones devorados por el polvo mineral, y tantos otros, fueron sepultados por el luto de un manto frío de carbón.
La vida de Agustina sufrió un duro revés, cuando en 1970 con solo 16 años, al volver de comprar leche de la vaquería de Doña Ramona, encontró frente a su casa a un grupo de mineros tiznados de negro, que vistiendo todavía sus monos de trabajo, cabizbajos la estaban esperando. Pedro, uno de ellos, el mejor amigo de su padre, con el rostro de negro azabache a excepción del blanco vivo que dejaba las lágrimas que brotaban de sus ojos y rasgaban su cara, se fundió en un fuerte abrazo con la joven, mientras lloraba sin ningún consuelo. Ésta, inmóvil, dejaba caer el pequeño cubo de aluminio que asía de su mano derecha, derramando la leche que se perdía por una alcantarilla próxima a sus pies. Un inesperado zumbido llenó sus oídos e hizo que las palabras de Pedro se tornasen muy lejanas, y un rápido y fuerte golpe de frío le recorrió todo el cuerpo para acabar rebotando una y otra vez en su estómago. Su vista se nubló y tuvo que sentarse en el borde de la acera, sino quería acabar en el suelo a causa de una repentina y súbita falta de equilibrio. Pronto sintió la presencia de su abuela que desde atrás la abrazaba y acompañaba su cabeza hasta su pecho, mientras notaba como las lágrimas de ésta, golpeaban con cariño su frente.
-¿ Luisito?  Acertó únicamente a decir repetidamente la pobre Agustina-. Está dentro, te he estado esperando para contárselo -respondió su abuela.
La compañía de seguros de la empresa, acabó engañando a la Sra. Joaquina, y ésta acabó aceptando una indemnización que era muy inferior a la que les habría correspondido, pero necesitaba pasar página cuanto antes, y “el hablar”, “el tratar”, o “el negociar”, el accidente, en el que su único hijo había perdido la vida, le hacía tanto daño… que aceptó la segunda propuesta del sinvergüenza sin escrúpulos que había enviado la aseguradora.
La abuela, no tardó mucho en reunirse con su hijo, su luz se fue apagando como se consume la de una vela, pese a los esfuerzos de Agustina y su hermano por animarla. La muerte de un hijo arranca gran parte de la vida de un padre y es difícil de asimilar tamaña injusta antinatura.
Y así, con poco más de 17 años, Agustina y “Luisito” se quedaron solos. Es cierto que tenían varios tíos y primos por parte de madre, pero que ella recordase, nunca había habido relación con esa rama familiar, por culpa, según averiguó tiempo después, ya que jamás en casa se habló de ello, del reparto de una herencia que nunca llegó y que su difunta madre nunca quiso reclamar.
Los dos hermanos contaban como medios de subsistencia, con sus dos pensiones de orfandad y unos ahorros en el banco, que gracias a la buena cabeza de su padre, y unidos a lo percibido tras el accidente mortal de éste, les ponían en una situación económica bastante saneada. Además, eran dueños de diez hectáreas de olivos, herencia de la familia paterna, las cuales, estaban arrendadas a un vecino del pueblo, sin que existiese documento alguno que lo justificase, pues antes, los contratos, se hacían con un simple apretón de manos, y la palabra de una persona era garantía suficiente del mismo, y en su familia, esa palabra era ley.
En varias ocasiones, estuvo tentada de abandonar Llaoza e irse a Zaragoza, a estudiar en la Universidad, pero “Luisito”, fue razón suficiente para quedarse, eso…y el amor por su pueblo, su amor por Llaoza.
Al cumplir los 19 años, le dijo a Marcelino, que así se llamaba el agricultor al que tenía arrendadas las tierras, que ese año sería el último que se las alquilaría, ya que había decidido tomar las riendas de su vida y trabajarlas ella misma. Por ello, ése último año no le cobraría nada, pero a cambio, quería participar en el trabajo de las mismas como un trabajador más, sin recibir contraprestación alguna, a excepción del compromiso por parte de Marcelino por enseñarle tan noble oficio.
El veterano agricultor, no pudo más que emitir una sonora carcajada tras tan inverosímil propuesta. – El campo no es trabajo para mujeres, más te valdría buscarte un hombre que cuide de ti. Ya no eres ninguna niña, cómprate un vestido bonito y búscate un buen marido. Eres una chica guapa, demasiado lista a lo mejor, pero seguro que no te faltan pretendientes, ja, ja, ja. – Agustina, muy indignada y situándose frente a frente a Marcelino, separándoles escasos treinta centímetros uno del otro, miró fijamente a sus ojos y le respondió de la siguiente manera, mientras acompasaba cada una de sus palabras con la improvisada batuta en la que se había convertido su dedo índice.
– Que sepa usted, que ni he necesitado ni necesitaré a ningún hombre que me mantenga, seré yo quien escriba el destino de mi vida. El día que decida compartirla con algún hombre, él será mi compañero en esta aventura que es vivir, no seré yo, “SU… MUJER” . Que nunca se le olvide que usted viene de una mujer amigo, nunca vuelva a menospreciarnos, ni a ningunearnos. – Vale, vale, niña, lo que tu digas, madre mía que carácter, “pobrete” al que pilles, ¡Jajajaajaj !
Esas navidades de 1973, fueron las primeras de muchas, en las que Agustina, recolectó ella misma sus propias olivas. El afán por participar en todas las fases de la recogida, le permitió que ni uno solo de sus músculos le recordase lo duro que es el trabajo del campo. Si bien, el vareo y el cargar con la escalera de árbol a árbol, quedó grabado en su memoria con especial cariño.
Durante años, Agustina, junto a Juan, un buen hombre con el decidió casarse, se hizo una experta en la recolección de la oliva. Estando muy valorada la cosecha que provenía de sus campos. Ya que no fue el azar, sino el minucioso estudio en el tratamiento del olivo, el que le hizo alcanzar semejante mérito. Acudiendo a fuentes como Celedonio Rojo y su “Arte de cultivar el olivo”, y a otros autores, comprendió, que no hay una única teoría o tiempo para la recogida de la misma, sino que influyen múltiples factores, como el clima, el terreno etc. Así como no es conveniente que convivan diferentes especies en el mismo cultivo, puesto que esto conlleva un tratamiento individualizado en su recogida, con la consiguiente pérdida de tiempo y esfuerzo, y en consecuencia de dinero, que en definitiva es el horizonte de la explotación.
En 1984, apenas cumplidos los 30 años, y con dos niños pequeños, Agustina ya era una experta y reconocida empresaria de la oliva, y pese a que durante años se había dedicado a comprar hectáreas que le permitiesen agrandar las cosechas, veía como parte de lo que serían sus beneficios y los de sus vecinos, se perdían en intermediarios, portes, otras vez intermediarios, fabricantes de aceite, intermediarios de nuevo etc. Agustina, tras años dándole vueltas a la situación y obsesionada con revertirla, no solo preocupada por ella, sino también por el resto de sus vecinos, cuya situación no era muy diferente a la del resto de ciudadanos de la España de la época, donde los jóvenes y no tan jóvenes de su generación, habían tenido que emigrar si querían no ya solo prosperar, sino en ocasiones simplemente comer. Decidió por fin dar un paso adelante y reunir a todos los propietarios de olivos y tierras de Llaoza en la plaza del pueblo. Junto a los propietarios, el llamamiento incluiría a las hijas e hijos de estos, sería imprescindible savia y perspectivas nuevas para asimilar la propuesta que ese sábado 1 de Septiembre de 1984, a las 19:00 horas, les iba a hacer a todos.
Llegado el día, no cabía ni una sola alma más en la plaza, todos estaban allí reunidos, los pequeños y los grandes propietarios. Hasta tres generaciones de todos ellos se acompañaban para alcanzar un mejor juicio, ante lo que la “arrogante” Agustina como algunos la llamaban, les quería proponer. Pocos soportaban la decisión y coraje de una de las pocas mujeres que nunca llevaba falda, “se las pone su marido”, decían los más malintencionados.
A las siete de la tarde en punto, tal y como les había citado, Agustina, seguida de sus amigas Noelia y Belén, subieron al escenario. Detrás de ellas, sus hermanas y hermanos, maridos y como no, los padres de Belén, que querían a Agustina como si fuese una hija más. Agustina, situándose en el centro del escenario con sus dos amigas flanqueándola justo un paso por detrás, comenzó un discurso no con menos valentía, que la empleada por otra Agustina a principios del siglo anterior y en Zaragoza, contra unos franceses que le trataban de arrebatar su libertad. Si bien, el cañón de esta artillera no era otro que el de su garganta, y sus balas… sus descarados argumentos.
Agustina, levantando una botella de aceite con su mano derecha, gritó con fuerza; -¿Alguien sabe decirme que es esto?-. Mirando con tranquilidad a un lado y al otro de la plaza. Tomás, el hijo de la lechera, al tiempo que masticaba un palillo gritó de forma divertida… -Pues que va a ser hija mía, una botella de “azaite” -con la consiguiente carcajada de gran parte de la gente reunida en la plaza-. Muy bien Tomás, gracias. Y… ¿alguien sabe, con qué olivas se fabrica este aceite…? Os lo diré yo. Con las tuyas Juan -señalando a un señor de unos cuarenta años que había venido acompañado de sus dos hijas gemelas-. Y las tuyas Vicente, y las tuyas Luis, y las de mi familia…-. Tras una pausa, en la que nadie se atrevió siquiera a respirar, continuó con seguridad. – Esta botella -decía mientras mostraba la botella de aceite de oliva, -cuesta 250 pesetas. Para un litro de aceite se necesitan cuatro o cinco kilos de olivas, de nuestras olivas. A ninguno os voy a recordar, a cuanto se nos paga el kilo de olivas. ¿María por favor, puedes subir?-. Le dijo a su hija pequeña de 5 años. La niña, sin articular palabra, y con la decisión heredada de su madre, caminó sin detenerse hacia el escenario mientras todos a su paso se echaban a los lados. Como si de un pequeño Moisés se tratase ante un Mar Rojo de personas, todos se apartaban en silencio hasta que María ascendió las escaleras y se situó junto Agustina, justo donde ella le indicó. A continuación, elevando el tono de su voz, se dirigió al fondo de la plaza-. Manuel, por favor, ¿puedes venir?-. Manuel era el tipo más bruto del pueblo, si se lo propusiese, seguro que podría derribar a golpes la torre del campanario. Una vez que Manuel se situó al otro lado de Agustina… -Hija -le dijo a su pequeña al tiempo que arrancaba de una guía telefónica una de sus hojas y se la entregaba-. Quiero que la rompas de lado a lado-. La niña, sin dudarlo y sin esfuerzo, obedeció a su madre, y con suma facilidad rasgó el papel de extremo a extremo-. Es tu turno Manuel-. Mientras le entregaba la guía telefónica completa-. Eres el más fuerte del pueblo, intenta romperla-. Manuel, pese a tratar de romper la guía telefónica desde todas las posiciones, haciendo múltiples e incomprensibles sonidos guturales, apenas pudo romper unas decenas de hojas, lo cual hizo reír a gran parte de la plaza-. Tranquilo Manuel, dame, no vas a poder, ni tú, ni nadie. Ya te puedes marchar, muchas gracias. Un aplauso para él por favor, y otro para mi niña-. Todos los presentes aplaudieron, dando paso al silencio cuando Agustina alzó la Guía telefónica por encima de su cabeza-. Solos… nos engañan, es fácil vencernos, es sencillo doblegarnos, solos… ¡ No tenemos ninguna posibilidad ! Pero juntos… ¡Juntos somos invencibles! Propongo la unión de todos nosotros en una cooperativa, que será capaz de llevar a cabo todo el proceso productivo del mejor aceite de oliva que nunca se haya hecho en España. Esto nos permitirá no solo abaratar costes, y lanzar nuestro aceite a un precio competitivo que nos haga ser líderes del sector, sino también obtener los beneficios económicos que merecemos, y no las migajas con las que nos conformamos, y lo más importante… asegurar el futuro de nuestro pueblo. Propongo… -continuó diciendo al tiempo que lanzaba la guía hacia atrás y su amiga Belén le volvía a poner en su mano la botella de aceite-. Propongo… -rasgando la etiqueta de la botella y naciendo detrás una nueva en la que todos podían leer; “ ACEITE DE LLAOZA ”, mientras era alzada al cielo como símbolo de triunfo-… Ser los dueños de nuestro destino, producir y lanzar nuestro propio aceite de oliva. ¿Qué os parece, qué me decís? Compartiréis conmigo esta aventura, este sueño, u os limitaréis a ver la vida pasar, quejándoos por las cosas que os suceden, pero sin hacer realmente nada por remediarlo. Os doy la oportunidad de invertir el orden de las cosas, de crecer, de poder elegir el futuro de los vuestros, ¡de ser libres en definitiva!
Tras estas últimas palabras, y el silencio de Agustina, los aplausos y gritos tronaron duraron minutos en la plaza e hicieron volar todos los pájaros del tejado de la iglesia. Aplausos acompañados por vítores en su nombre y puños en alto, emulando a la joven líder, quien apretaba sus dientes conteniendo la emoción, mientras miraba a sus vecinos y amigos unidos al fin. Sin duda… lo había conseguido.
No fue fácil montar la cooperativa, pero todos y cada uno de los vecinos aportaron sus conocimientos y sobre todo sus “ganas”, por poder alcanzar el sueño que esa pequeña mujer les había hecho suyo. Creían en Agustina, y sobre todo creían en ellos mismos. Pronto se unieron al proyecto otros pueblos de la comarca. Embelesados por el magnetismo de Agustina y por la esperanza que esa mujer había hecho nacer en todos ellos y que fue simiente para que en 2001, el aceite extraído por la cooperativa que Agustina y sus vecinos formaron, fuera reconocido por la Unión Europea con la denominación de origen del Bajo Aragón.
En 2020 Agustina murió, un cáncer se comió su energía tras diez años de encarnizada lucha en la que ni en uno solo de sus días perdió su contagiosa sonrisa. El día de su entierro, no existía una baldosa de la iglesia que no estuviera ocupada por alguien que no la admirase. Todos querían estar en el último adiós de esa gran mujer. Encima del ataúd… tan solo una sencilla rama de olivo. Las coronas de flores se agolpaban una a una en la puerta de la iglesia, ocupando todos los peldaños de su entrada. Todos los pueblos de la provincia estaban representados, todos rendían pleitesía ante la pérdida de tal inigualable persona.
El cortejo fúnebre fue recorriendo las diferentes calles del pueblo, los vecinos desde sus balcones y con aplausos, arrojaban ramitas de olivo, mientras el féretro de Agustina era suspendido en el aire por diferentes personas que con generosidad y orgullo se iban turnando.
Tras dar sepultura a su cuerpo, las campanas de la iglesia repicaron una y otra vez, Agustina los había dejado, pero su legado y su fuerza continuarían durante décadas, quizás para siempre. Cuando las campanas dejaron de sonar, varios vecinos gritaron asombrados mientras señalaban el viejo cerro del olivar, un olivar propiedad de Agustina que protegía desde el alto, su amado pueblo. Éste, incomprensiblemente, comenzó a brillar como el mismo oro. De cada uno de los olivos se veía manar de sus ramas, lágrimas doradas. El olivar, rendía tributo a su dueña de la mejor de sus maneras, llorando el aceite que con sacrificio y mucho esfuerzo un día Agustina soñó producir. Un río de aceite virgen fue discurriendo por la ladera hasta fundirse con las calles del pueblo. Cada uno de los vecinos se abrazaron y dieron consuelo, comprendiendo y agradeciendo lo que gracias a aquella pequeña mujer, se había conseguido.

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