
101. La solidez de mi olivo
Siempre recordaré aquel atardecer remoto en que mi abuelo me regaló un olivo. En aquella época el pueblo no tenía aceras ni asfalto, la luz eléctrica iba y venía las noches de tormenta y en algunas almazaras aún se prensaba la oliva de manera manual. Parecía otro mundo en comparación con la ciudad donde habitaba, pero la gente tenía siempre una sonrisa en la boca y un saludo que ofrecerte, era feliz con su vida, o al menos eso pensaba yo.
Nací en la ciudad, de padres emigrantes y abuelos desgastados por el campo, la guerra y el hambre subsecuente. Los otoños, inviernos y primaveras los pasaba en un pequeño piso a las afueras, donde todas eran familias jóvenes con niños, la calle era nuestro punto de encuentro y diversión y los coches una molestia esporádica. Pero los veranos no había eso que ahora llaman la conciliación, sino que los pasábamos en el pueblo junto a mis abuelos, en una casa grande y antigua, con su patio sin piscina pero con una docena de olivos, dos almendros y una parra.
Por aquella época mi abuelo ya requería de su garrota para recorrer el patio y susurrarles a los olivos cada atardecer una oración solemne de la que muy poco sabíamos. Al contrario que mi abuela, él nunca había sido un católico ferviente, sino un hombre de misa dominical por costumbre y tradición, pero su liturgia diaria con los olivos siempre me ha parecido la mayor muestra de misticismo que he conocido. Su relación con ellos superaba la de cualquier vínculo familiar que pudiera tener con el resto de sus congéneres.
En uno de esos alegres y joviales veranos aprendí lo que era el amor, o al menos el enamoramiento. Fue con ella, la chica de la sonrisa eterna. Una joven menuda, pecosa, con el pelo rizado y una sonrisa enorme que atrapaba el tiempo e iluminaba el rostro de todo aquel que la miraba. Ella también pasaba cada año un mes de verano en el pueblo, en una casa con piscina, inversión de sus padres para huir del tráfico y la contaminación de la capital. Fueron días de felicidad, que pasaron volando, jugando en pandilla a todo lo habido y por haber, y con un hormigueo constante en el estómago cada vez que paseando, agarraba mi mano con la suya y acercaba sus labios a los míos. Pero lo malo del enamoramiento es que éste termina inexorablemente, y en el caso del amor de verano se corta sin remisión y de forma brusca en un día señalado. De ella quedó el testimonio de cuatro cartas intercambiadas el curso siguiente y el recuerdo de una sonrisa que nunca se borró de mi imaginación, y volvía a mí en los días de nubes grises y futuros negros.
Su marcha entristeció el final de aquel verano. Yo acabé mis últimos días de vacaciones apático, colgado de las ramas de los olivos intentando encontrar sentido a aquella historia. Pero esta desidia me permitió espiar con más detalle las oraciones que mi abuelo, todos los atardeceres, dedicaba a nuestra docena de olivos. No sé si porque ya le resultaba molesta mi presencia o porque había llegado el momento, el penúltimo día de ese verano, mientras observaba su ritual subido en un olivo me dijo: «¡Ven!, ¡baja!, voy a regalarte este olivo». No tenía muy claro que significaba aquello de regalar un olivo que per se ya era nuestro y que no podría llevarme a cuestas a la ciudad, pero lo escuché atentamente. Sentándose en una banqueta de madera, que él mismo había fabricado, me dijo que la vida trae muchos sin sabores, que sólo tendría fugaces momentos de felicidad, que los aprovechara y guardara en mi corazón. Todo lo demás sería un fluir de emociones, que van y vienen de forma a veces constante y otras en una montaña rusa inmanejable. Por eso, uno tiene que buscarse algo solido en lo que apoyarse para no caerse de la vida y vivir muerto. Y no hay nada más sólido que el campo, la tierra y las piedras. Él podría haberme regalado un pedrusco, pero estos tampoco tenían vida. Él susurraba a los olivos esos momentos de felicidad que había vivido, con la finalidad de que en la solidez de su presencia, estos fueran custodiados para la eternidad. Por eso me regalaba un olivo, uno de sus doce queridos olivos a los que veneraba, aquel olivo al que había estado subido esa tarde. Al contrario de la piedra, éste era un regalo vivo, pues germina y florece cada temporada si se le cuida, y te ofrece su fruto con el cual alimentarte a ti a y a los tuyos. Yo miré con desgana al árbol, nunca me gustó mucho porque sus hojas no eran muy frondosas para dar mucha sombra en verano y pasada la recolección, quedaba el suelo lleno de aceitunas abandonadas que lo ensuciaban todo de su contenido grasiento. Él comprendió mis pensamientos pero me dio una lección que aún hoy día no he podido olvidar: no te lo regalo por su sombra, sino por la solidez de su tronco al que vendrás a recostarte cada vez que la vida te derrote y por el valor de sus frutos. Porque ninguna aceituna que este olivo te dé será mala. Todas, por pequeñas o feas que sean, al entregarse en el lagar se convertirán en aceite con el que enriquecer tu vida.
El verano siguiente mi abuelo empezó una demencia senil que acabaría con su vida en un par de años, o al menos su vida con sentido. Pero yo iba loco de contento al pueblo, con la idea de encontrarme con la chica de la sonrisa eterna. Fue una decepción cuando encontré que la casa en la que invirtieron sus padres estaba en venta, sin nadie habitándola. Ella ya no volvería jamás. Con esa sensación de abandono aquel verano fue menos alegre y jovial. Fue un verano melancólico y madurativo, porque en lugar de que nuestros abuelos cuidaran de nosotros, me tocó empezar a cuidar de mi abuelo, que iba perdiendo facultades y recuerdos. Lo último que perdió fueron sus oraciones a los olivos. Ese verano sí me dediqué a acompañarle en su liturgia, observando con detenimiento la floración y maduración de sus frutos y usando el tronco de mi olivo para escribir poemas de amor ausente y lamentar no volver a disfrutar se aquella sonrisa cuyo recuerdo la hacía parecer más eterna aún.
Durante el largo proceso degenerativo de mis abuelos, también mi abuela cayó en la misma trampa de la consciencia, dejamos de ir al pueblo en verano. Ya no necesitábamos conciliación, éramos mayores para quedarnos solos en la ciudad. Poco a poco mi amor por el pueblo y los olivos fue desapareciendo y el espíritu urbanita y de progreso me invadió completamente. Mis padres tampoco fueron mucho, aunque tampoco contemplaron la idea de deshacerse de la casa, un poco por la nostalgia a sus raíces y otro poco por la pereza de gestionar una venta tan compleja. Para no dejar la puerta cerrada durante meses, mi padre facilitó a los vecinos el acceso para que vigilaran que nadie se atrevía a ocupar la casa y a cambio cuidaran los árboles del patio y se quedaran con sus frutos. Los primeros años hasta les acompañamos en la varea, y yo recogía con interés las aceitunas caídas de mi olivo. Pero al llegar a la universidad, los exámenes y la nueva vida que se me abría en la capital, me hicieron rápidamente olvidarme de esa dura tarea que apenas daba de rédito cinco garrafas de aceite.
Han pasado cinco lustros desde aquello. Mis abuelos no sobrevivieron a la enfermedad muchos años, pero desgastaron lo suficiente a mis padres, quienes vivieron los mejores años de su vida, tras criar a los hijos, siendo abnegados enfermeros de sus padres. Ellos ya no están para muchos viajes, no tienen un especial recuerdo del pueblo y lamentablemente terminarán su vida jubilados en su pequeño piso de la capital. Por suerte para mí, no han vendido la casa del pueblo, y ahí sigue en pie con su patio cuidado por los vecinos.
En mi caso, a pesar de que dudé estudiar una carrera vinculada con la naturaleza y el espacio abierto, las salidas profesionales y la modernidad me impulsaron a hacer una ingeniería informática. Y no puedo quejarme, en mi vida profesional de trotamundos encerrado en un planeta de pantallas y sofisticados software, he llegado a los 45 años con una trayectoria laboral envidiable, sin pisar jamás la oficina de desempleo. Sin embargo en el amor no me han ido tan bien las cosas. La chica de la sonrisa eterna dejó una huella difícil de borrar, y cuando con suerte pensé haber encontrado con quien olvidarla, resulta que estaba equivocado. Ahora ella, aguijoneada por una crisis galopante de los cuarenta, me deja con tres hijos urbanitas y me exige todo el dinero del mundo que pueda sacar para rehacer su vida.
Por eso es una suerte que mis padres no hubieran vendido la casa en el pueblo, algo podremos sacar ahora por ella y pagar así la deuda de mi divorcio. A mí no se me pasa irme de la ciudad, y a mis hijos sería imposible arrastrarlos al pueblo, pero he puesto un cartel en las principales web inmobiliarias y hay algún alocado de la capital que quiere pagar por una vieja casa de pueblo con su patio lleno de olivos. Esta tarde voy a enseñársela.
He llegado pronto a la casa, hacía tiempo que no venía nadie y quería ver si todo está en orden para agradar a los nuevos compradores y sacarles el precio necesario. Me ha sobrado tanto tiempo que he podido pasear por todos sus rincones y recordar toda la vida acumulada en ellos. Fueron días de alegrías y esperanzas, grandes momentos de felicidad que luego la vida, como decía mi abuelo, se ha encargado de machacar con sus bajadas al abismo. Recordar la montaña rusa de emociones que predijo mi abuelo me ha hecho ponerme nostálgico y bajar corriendo al patio. Apoyado en el tronco de mi olivo, aún sólido y vivo, he dudado por un momento. ¿Por qué vender la casa? ¿por qué no venirme a vivir a algo que siempre ha sido sólido? ¿puedo trabajar desde aquí y traerme a los chicos las semanas que me toquen?. Puedo darle la casa de la ciudad a mi exmujer y quitarme de problemas. En ese instante el recuerdo amargo de un amor no correspondido y lo entrañable de aquel lugar me ha traído a la memoria la sonrisa de aquel primer amor interrumpido, y he comenzado a susurrarles a los olivos todos los momentos de felicidad vividos en uno de aquellos veranos alegres y joviales. Pero el timbrazo de la puerta lo ha desvanecido y toca ir corriendo a abrir a los nuevos compradores.
Error, no eran en plural. La compradora es una sola, una mujer madura, probablemente de mi edad, que embozada en sus gafas de sol y la mascarilla me impiden conocer realmente su semblante. Es menuda, de pelo rizado y piel tostada. Y su hablar es dulce. Se ha cansado de la ciudad, quiera cambiar de vida, darle un sentido más pleno y busca una casa cerca del campo, con espacio para cultivar su propia verdura ecológica. Puede que sea una de esas nuevas hippy veganas que tras la pandemia huyen de la capital. En el interior de la casa apenas le presto atención mientras me cuenta que sus padres tuvieron una casa aquí, pero que ya la vendieron y que el pueblo le resulta un lugar conocido, incluso creía conocer a los dueños de esta casa. Es al salir y quitarse la mascarilla cuando encuentro en sus facciones rasgos muy familiares. Al contemplar los olivos ella me pregunta por qué quiero vender un lugar tan idílico. Su afabilidad me da la confianza para contarle mi complicada situación personal. Terminado mi relato vuelvo a dudar. Ella me consuela con su mirada y hasta se atreve a pasar su cálida mano sobre mi espalda, y en ese momento musito: «no puedo venderle esta casa, ese de ahí es mi olivo, y todas sus aceitunas por pequeñas o feas que hayan sido, se han convertido en aceite que ha enriquecido cada momento de mi vida». Al terminar ella lo ha oído y se ha quitado las gafas, y abriendo sus labios me ha mostrado su sonrisa eterna mientras dice: «no quiero comprarte la casa, pero me gustaría compartirla contigo». Abrazados bajo el olivo hemos pasado la tarde y la noche contándonos la vida. Mañana empezaremos una nueva Vida.