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10. Un paseo por el olivar

Alex Florentine

 

El día había sido muy caluroso, sobrepasándose los cuarenta grados, y pocos trabajadores habían accedido a las tierras. Solo los indispensables porque tocaba regar el campo después de casi una semana de intenso sol.

Llegado el atardecer, sombrero en mano y con el sudor arrollando por su espalda bajo la blanca camisa, Don José García cogía de las manos a sus nietos, Elena y Juan, con la finalidad de dar un paseo por los cultivos. Poseía una pequeña cooperativa oleícola junto con Tomás, su primo por parte de padre, un poco más joven que él. Los niños accedían siempre encantados a esos paseos porque a esas horas, la mayoría de las veces, ya se habían aburrido de jugar a las canicas en una improvisada pista de barro construida en el árido suelo.

Su mujer, Aurora, sonrió y se despidió desde la entrada del caserío, donde leía uno de sus libros de misterio. Estarían unas dos horas fuera y tenía el tiempo justo para preparar y hornear una empanada que gustaría a los pequeños. Sería una sorpresa por ser su última noche allí en un tiempo.

El caserón fue haciéndose diminuto desde el espejo retrovisor del coche. Los niños iban sentados y formales, detrás; con sus cinturones de seguridad. El todoterreno traqueteaba por los caminos de tierra y pegaban saltos sobre los duros asientos del vehículo. A través de las ventanillas, se maravillaron, como hacían siempre que pasaban al lado, del inmenso pantano. Bajos sus aguas, les habían dicho que había un pueblo enterrado y que a veces, la torre de la iglesia era visible. Ellos se imaginaban toda una vida en el fondo con sus mentes infantiles. De frente, a los lejos, en el valle, ya aparecía el verde oscuro de los olivos.

—Jo, abuelo, ¿por qué no te compras otro coche? Me duele el trasero —se queja Elena, de seis años.

—No necesito ninguno más. Además, ¿qué coche sería mejor que este para circular por aquí? No hay nada como lo antiguo.

—Abuelo, pero es que los asientos están agrietados, la chapa oxidada, y no es la primera vez que alguien tiene que ir a buscarte —objeta Juan, de diez años.

—Para eso llevo la emisora, chicos. —Palmea el aparato, tan viejo como el coche en sí.

Elena y Juan se miran y se encogen de hombros, y el abuelo sonríe. Ya han llegado al olivar y circulan por uno de los caminos que separa las cuadrículas de árboles. Las fiestas del pueblo acaban mañana y su hijo, Martín, vendrá a por los niños. Después, Aurora y él no los verán hasta dentro de un tiempo. Martín y Gloria son sus hijos, una pareja que decidió no seguir la tradición familiar; estudiaron unas buenas carreras y se fueron a la ciudad a vivir. Los pequeños son los niños de Martín, su hijo mayor, un médico con muy buenas referencias. Gloria aún está promocionándose en una multinacional y siempre les da la misma excusa: «con mis treinta y cinco años, aún soy joven para tener niños». Está casada con un compañero de trabajo desde hace media docena de años. Algunas veces en las que se han reunido todos, sobre todo en verano, José y Aurora son muy felices viendo lo bien que les va en la vida.

Un trueno, que hace vibrar los vidrios del coche, le saca de sus recuerdos.

—¡Uy! —Elena dobla las piernas hacia arriba colocando los pies en el asiento y abrazándolas—. Abuelo…, ¿de verdad que podremos dar un paseo? Parece que va a llover.

—Estamos cerca. Mirad, allí está Tomás. —El abuelo frena y para a un lado del camino, y los niños se inclinan hacia delante y hacia atrás con el movimiento del vehículo.
Se baja del coche despegándose la camisa de la espalda y abre la puerta a los pequeños, los cuales, con el cinturón ya desabrochado, salen disparados corriendo a saludar a Tomás.

Éste está colorado y muy moreno, más sudado que su abuelo bajo un sombrero de ala muy ancha.

—¿Qué tal, chicos? ¿Venís a ayudar?

Por la zona hay varias personas; unas con botas embarradas que recogen mangueras hasta un camión cisterna, y otras no tan sucias que van alrededor de los árboles cogiendo una aceituna aquí, otra allá, comprobando a la vez que las mallas para al día siguiente recoger el preciado fruto, están bien sujetas a los troncos.

—¿Qué? —saluda José a su primo abanicándose con el sombrero—. ¿Crees que lloverá? Vaya coincidencia también, justo cuando mañana comenzaríamos con la recogida.

—Uf, no sé. Ya sabes que aquí, las tormentas son impredecibles. Lo mismo se vuelve noche y no cae ni una gota, que nos llueven «pelotas» de granizo.

—Calla, ni lo nombres. Solo nos faltaría eso.

—En el tiempo no han dicho nada. Lluvias dispersas en el interior; peor lo anunciaban para la zona costera —informa Tomás.

—¡Quiero coger aceitunas! —chilla la pequeña saltando entre ellos—. Para llevárselas a la abuela y que las ponga en salmuera. Así, mañana me podré llevar un tarro gigante para casa.

La pequeña tiene obsesión con las aceitunas y no las añade a su desayuno como un cereal más, porque, a decir verdad, la descubrieron una vez.

—Ya contaba con eso —ríe Tomás. En el coche tengo una bolsa para vosotros, luego vamos a por ella.

De repente, suena otro trueno, esta vez más cercano.

Los dos hombres se miran, serios; y luego ellos y las personas cercanas, suben los ojos hacia el plomizo cielo, temiendo algo.

Algo que, por desgracia, aparece.

De repente, granizos más grandes que garbanzos comienzan a caer, dispersos.

—¡Maldición! —exclama José.

—Esperemos que no se ponga peor… Venid chicos, os doy ahora las aceitunas porque creo que sería mejor regresar a casa. Aquí, con tormenta, es peligroso estar.

Cuando llega al vehículo hace sonar la bocina. Otras, por algún lugar del olivar, parece que le contestan. Entre los truenos, cada vez más cercanos, se oyen también motores de coches que regresan. Algunas personas pasan corriendo junto a ellos. A unos metros hay un almacén de muros de ladrillo gris y tejado de fibrocemento. Tomás y los niños corren hacia el coche de este y José se sienta en el suyo, arrancando el motor.

—Corred al coche, ¡qué hacen daño! —pide a los pequeños. Yo me quedo aquí, en el hangar, por lo que pueda pasar.

El granizo comienza a caer más a menudo y los niños entran, con la bolsa de aceitunas en la mano, al todoterreno justo cuando un viento se levanta de repente haciendo que los olivos se agiten y el verdeo sea automático.

—¿Eso es malo, abuelo? —pregunta Juan.

—No, ya teníamos las mallas colocadas y las aceitunas que se caigan, podremos usarlas. Lo que espero, es que no llueva mucho y las eche a perder.

La voz de la abuela suena en la emisora.

—¿Dónde estáis? Supongo que camino de casa, ¿no? Por Dios, con la que va a caer y vosotros fuera. Hay unos rayos y una negrura que asustan… cambio—pregunta preocupada.

—Tranquila, ahora justo salíamos para allá. Solo estamos a unos minutos, no te preocupes. Aquí ya han recogido todo y Tomás se queda con unos chicos de retén, cambio.

—Vale, en casa se nos ha ido hasta la luz. He arrancado el generador y os oigo con muchas interferencias. No sé si me escuchas, os espero, cambio y corto.

El abuelo se muerde los labios y acelera agarrando fuerte el volante. Los limpiaparabrisas no dan más de sí; al granizo, se ha unido ahora una verdadera cortina de agua. Los niños no dicen nada. Están asustados y tristes, sobre todo Juan, que recuerda que hace unos dos años, el abuelo perdió parte de la cosecha a causa de otra tormenta.

Repentinamente y tal como llegó, la tromba de agua cesa. Por contra, los rayos comienzan a caer con más frecuencia. El cielo sigue plomizo y fuera, huele a ozono. El abuelo disminuye la velocidad porque se podría salir del camino, convertido ahora en una masa de tierra y barro.

Ve la casa a lo lejos con varias luces en las ventanas, parece que el apagón fue momentáneo. De repente, le ciega un enorme resplandor por el retrovisor seguido de un ruido tan fuerte que es como si hubiera habido una explosión. ¡Un rayo! ¡Un rayo ha alcanzado los olivos!

—¡Tomás! ¡Tomás! Lo he visto, ¿estáis bien? Cambio —pregunta por emisora.

Ruido…

El abuelo frena en seco y sus manos tiemblan agarrando el micrófono.

—¡Tomás! No me fastidies….

De repente, un chasquido…

—¡José! —La voz suena entrecortada—. Ha caído aquí, en un árbol. Tranquilo, estamos bien, ha sido más que nada el susto. Lo malo es que con el viento, las chispas del fuego están alcanzando a otros árboles. Vamos para allá con los camiones cisterna, cambio.

Al abuelo le arroyan lágrimas por las mejillas.

«Otra vez, no…», piensa.

—Abuelo… —Elena hipa.

Su hermano la agarra fuerte de la mano.

—Tranquilos —les dice mirando hacia atrás con mejillas mojadas y sonrisa poco convincente.

—Tomás, llevo a los críos a casa y vuelvo. Ya sabéis que las vidas humanas son lo primero. Alejaros e intentad bloquear el fuego en una cuadrícula. Están separadas por los caminos y en principio son muchos metros para que una chispa pueda volar encendida tanta distancia y con este tiempo. Ahora sí que necesitaríamos que volviera a llover. Ya me da igual la cosecha, lo que prefiero es salvar los árboles, cambio.

Ruido.

Posiblemente, ni le haya oído. Arranca de nuevo y cuando llega al caserío, su mujer sale a la carrera a buscar a los niños.

—Aurora, vuelvo. Un rayo ha alcanzado el olivar. Acabo de hablar con Tomás, no hay daños personales y creen poder controlarlo, pero tengo que estar allí.—le dice por la ventanilla.

Los niños se bajan y se pegan a la falda de su abuela. El viento sopla fuerte, pero a intervalos. Parece que la tormenta se está alejando hacia la costa, donde los meteorólogos habían previsto que iba a caer.

—Atenea 2, ¿me recibís? Cambio—, la voz de Tomás suena en el coche.

—Dime, cambio —responde José ansioso.

—No hace falta que regreses, estamos controlando el incendio. De las cuatro cisternas, dos están en el pantano cogiendo agua y tenemos el fuego perimetrado. Quédate ahí con Aurora y los niños, total, aquí harías poco, como yo. Ya tenemos una edad y los chicos, más jóvenes que nosotros, lo están dando todo. Estos chicos, como si fuera de ellos, cambio.

José sonríe pensando en pagarle una gratificación a esa gente con la próxima nómina, la mirada que le devuelve Aurora es de admiración y orgullo. Le murmura algo que los pequeños no oyen.

—De acuerdo, Tomás. Después pásate por casa, anda. Aquí, «Atenea», dice que hay empanada de sobra para cenar —comienza de nuevo a llover, pero lluvia fina; de esa que apaga incendios—, cambio y corto.

Los niños corren hacia la casa, descalzándose y tirando los sucios zapatos a la entrada. Vuelan escaleras arriba y van directos a la bañera, como es costumbre y les han enseñado para no resfriarse.

José sale del todoterreno y se funde en un abrazo con Aurora.

—Ay, espera —dice separándose de ella, abriendo la puerta del maletero y sacando una bolsa de aceitunas—, tu nieta quiere que se las prepares en salmuera para llevárselas mañana.

El matrimonio, enlazadas las manos, entra en la casa. José se va al baño de invitados a darse una ducha y Aurora, antes de acompañarlo, saca la empanada del horno y la deja sobre la meseta de la cocina.

Los niños están secándose cuando hasta arriba, llega el olor del hojaldre.

—¡Empanada! —exclama Juan relamiéndose.

—¡Aceitunas! —se relame, también, su hermana.

 

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