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08. La voz del olivo

Francisco Javier Aguirre

 

Lo que voy a contar tiene su punto de misterio. Los más benévolos dirán que es una fantasía. La gente de mente retorcida asegurará que se trata de una superchería. Solo los inteligentes profundos, que los hay, aunque no abunden, admitirán que es una posibilidad. La realidad solo la conozco yo, porque no hubo testigos cuando sucedió el episodio que voy a referir.

Los protagonistas somos cuatro, tres olivos y yo. Todo comenzó cuando mi mujer decidió que debíamos recurrir a un profesional para que hiciera la poda de nuestro huerto. Lo llamamos así, aunque no haya hortalizas, pero se trata de un terreno humilde al que nos hemos resistido siempre a denominar finca. Si humilde es el terreno, aún lo es más la construcción habitable que tenemos en él, una caseta. Jamás hemos utilizado el término chalet, que da idea de una edificación pomposa y elegante, surgida de un proyecto redactado en un estudio arquitectónico de campanillas y realizada por una empresa constructora de primer orden.

Nada de eso hay en nuestro caso. Cuando hace más de 30 años compramos aquel trozo de terreno, no teníamos pensado que fuera nuestra residencia permanente, de manera que encargamos a un albañil que nos hiciera un proyectito y construyera lo que podemos llamar un refugio, la caseta aludida. Habitable, sí, pero sin altisonancia alguna. La utilizaríamos durante los fines de semana que hiciera buen tiempo, y en los meses de verano para recibir allí a nuestros hijos, que ya vivían fuera y que pronto tuvieron descendencia. Hoy es el día en el que, durante julio y agosto, las risas, los llantos, las carreras, la alegría y las pequeñas disputas de los pequeños (solo la gente grande tiene grandes disputas) llenan el tiempo y el espacio con un porcentaje de jolgorio bastante más elevado que el de conflicto. Pero vuelvo al principio, a esa historia que hemos protagonizado tres olivos y yo.

Una de las primeras cosas que hicimos, tras comprar el terreno, fue plantar algunos árboles. Por esta tierra se dan bien los almendros, los albaricoques y los olivos. Para propiciar la sombra, pensamos en unos plataneros silvestres. Más adelante, cuando nos recuperamos un poco de la inversión, nos vino la idea de instalar una pequeña piscina de tipo familiar que serviría de recreo en verano a nuestros hijos y a los nietos que empezaban a aparecer. Hoy, transcurridas tres décadas de aquellos inicios, el terreno es muy distinto a lo que encontramos cuando andábamos buscando ese desahogo en la naturaleza, algo próximo a la ciudad. Además de los árboles indicados, ha quedado espacio para algunas otras cosas, como un par de higueras y varias parras. También plantamos un seto de arizónicas que envuelve el entorno, para aislar el terreno y darle cierta prestancia visual.
Hace algunas semanas, apareció por allí el hijo pequeño del dueño anterior, ahora ya un hombre hecho y derecho, que cuando compramos el terreno era un adolescente. Se sorprendió del cambio que había sufrido aquel pedazo de tierra que fue de sus padres, por desgracia ya difuntos. Sí, realmente el panorama es absolutamente distinto. Si alguien lo hubiera traído con los ojos vendados hasta la entrada de nuestra parcela y le hubiera quitado allí la venda, no hubiera sido capaz de identificar el lugar donde se encontraba.
La mano del hombre es beneficiosa en algunos casos a favor de la naturaleza, aunque sea en la pequeña dimensión que estoy contando. Claro que hay muchas otras ocasiones en que los disparates humanos han perjudicado gravemente el equilibrio que debe reinar en el medio natural.

Me estoy dando cuenta de que este prólogo se prolonga demasiado. Me conviene ir al grano. Tal vez me resisto un poco por lo que he dicho al principio, que a ciertas personas les parecerá una fantasía, y a las malintencionadas una superchería. Así que me dejo de rodeos y voy a contar el suceso.

Con la edad, uno va perdiendo fuerza, aunque no ánimo, de modo que el año pasado ya empezamos a hablar mi mujer y yo de pedir ayuda para que alguien nos hiciera el trabajo más penoso. Yo podía seguir con las labores sencillas, como cuidar los rosales, cortar el césped, recoger las hojas caídas y arreglar otras menudencias, pero se me resentían los brazos a la hora de tener que podar el seto de arizónicas que circunda el terreno. También la media docena de plataneros, amables productores de sombra veraniega, exigían el uso de una escalera para liberarlos de las ramas pequeñas y permitir que las gruesas siguieran entrelazándose de manera fraternal. Es un gozo ver cómo los árboles son capaces de establecer relaciones sin conflicto. Ciertamente no todos, porque las dos higueras son muy señoronas y no permiten que en su entorno crezca prácticamente nada, ni siquiera unos rosales que hemos plantado varias veces cerca, sin conseguir que arraiguen.
Todo esto es un misterio que cada día me asombra más. Como me asombra la inteligencia de los vegetales en general. Son capaces de crear maravillas sin disponer de un aprendizaje preciso. Me quedo extasiado cuando florecen los lirios, o los rosales, o fructifican los almendros, después de una floración con aromas que no conseguirán jamás los perfumistas más expertos.

Me dejo de filosofías y enlazo ya con el tema de los olivos. Tras consultar a los vecinos de las parcelas próximas, decidimos llamar a un profesional de la jardinería para que nos hiciera las tareas a las que ya no alcanzamos. La zona del césped la puedo seguir controlando yo, pero el resto de trabajo ha llegado el momento de delegarlo, de ponerlo en manos de expertos.

Bien. Entre los tres candidatos con los que contactamos, encontramos uno que parecía serio y eficaz, incluso más económico que los otros dos. Cuando el hombre vio el trabajo a realizar, nos dijo algo con lo que no contábamos. Había que podar los olivos. La idea que tuve al plantarlos, poco después de comprar el terreno, fue la de convertirlos en un elemento emblemático de nuestra pequeña posesión. Cuando tuvimos que elegir un nombre, por aquello de identificar la parcela entre las demás, le pusimos precisamente ‘Los olivos’. Para mí eran unos árboles más bien decorativos que productivos, de manera que nunca los había podado. Al verlos el experto, me aseguró que su salud peligraba, que debía despejarlos un poco, disminuir su altura y permitir que hicieran copa. Fiándonos de su profesionalidad, le dejamos las llaves del terreno para que hiciera el trabajo que acordamos previamente, sobre todo la poda de los setos, la de los plataneros y aquella propuesta de rebajar la altura de los olivos, al asegurarnos que quedarían mejor.

Pasaron dos semanas y recibimos la información de que ya estaba el trabajo terminado. Quedamos con el jardinero para acudir al terreno, abonar el pago acordado y hacer por mi parte una primera siega del césped para completar la amenidad del panorama. Fui con mi mujer y, al entrar por la puerta, nos quedamos petrificados. Los tres olivos que tanta ilusión y complacencia nos causaban, prácticamente habían desaparecido. El jardinero se sorprendió de nuestra sorpresa, que más bien era disgusto. De los olivos solo quedaban unas varas estiradas y lacrimosas. Así me las imaginé yo, cuando en la soledad de la noche su alma vegetal lamentara sigilosamente su desgracia. Uno de los tres árboles todavía conservaba alguna ramita, pero los otros dos estaban desnudos. Al ver nuestro disgusto, el jardinero quiso quitarnos la preocupación asegurando que renacerían, que tal vez tardasen varios meses en recuperarse, pero que seguían vivos. No somos expertos en olivos y tuvimos que aceptar la situación.

Cuando se fue el jardinero, pasé a uno de los terrenos vecinos donde también hay un par de olivos, que han sido podados cada año porque el objetivo del dueño fue desde el principio más productivo que decorativo, una idea contraria a la nuestra, aunque sumamente respetable. Le pregunté por nuestro caso. Quiso verlo y me acompañó hasta el terreno. Ante el panorama que contempló, movió lentamente la cabeza de un lado a otro y levantó los hombros. No dijo más. Yo me quedé preocupado.

Le propuse a mi mujer que nos quedáramos a dormir en la caseta aquella noche. Estamos jubilados y no teníamos ninguna prisa al día siguiente. Encendimos la estufa, cenamos un poco y ella se quedó viendo un programa de televisión. Estaba fresca la noche, pero soportable. Tenía yo una idea fija. Quería hablar con mis tres olivos. Aquí es donde mucha gente dudará de mi cordura. Hay multitud de historias en las que los animales hablan. También es sabido que a través de la mirada expresan sentimientos. Hace años tuvimos un perro pastor alemán con el que nos entendíamos de ese modo. También llegué a interpretar en cierto modo sus ladridos.

Ahora se trataba de vegetales. No era la primera vez que me dirigía a ellos, particularmente a ellos, más que a las higueras y a los plataneros silvestres. Confieso haberme puesto también en conversación con los dos almendros, en más de un caso. Recuerdo un año en el que el vendaval los dejó sin flor y también sin fruto. Está claro que para mí su misión principal era la decorativa. No obstante, algunos años recogíamos las pequeñas almendras que caían al suelo al final del verano. Los olivos también daban fruto, pero lo dejábamos en tierra para que sirvieran de abono.

Aquella noche me acerqué a los tres olivos y traté de escuchar sus lamentos. Pronuncié palabras de consuelo y de esperanza. No fue excesiva la sorpresa cuando uno de ellos, el más frondoso hasta hacía pocos meses, osciló levemente tras escucharme, como entendiéndome, como aceptando mi consuelo en una noche en la que no se movía ni una brizna de aire que hubiera podido justificar aquel sutil vaivén.

 

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