
06. Acebuche y estraperlo
Bendito sea olivo verde
Robert Graves
Desde muy niño yo acompañaba a mi padre en sus tareas del campo, él siempre fue jornalero, campesino sin tierra que trabajaba de sol a sol, labraba los olivos como un artesano, era un enamorado de la tierra, un “artista” del olivar, aspiraba a tener un día alguna finca, un lugar donde el poder plantar sus propias estacas, una tierra suya. Esa era su aspiración desde niño, tener una tierra de su propiedad, la máxima aspiración de un jornalero, de un labrador sin tierra; desde la más tierna infancia su vida era el campo, se crio en la huerta, y desde muy niño fue “carne de yugo” sin importarle, era lo que le gustaba: trabajar la tierra, tenía pasión por el olivo, por aquel “árbol cano que agrandó su vida”, los olivares, aquel mar que se extendía desde las faldas de Mágina hasta la ciudad moruna eran su vida, cuando pudo y fue muy tarde, pues su sueldo no le permitía ahorrar, compró unas estacas en la partida de las tres fuentes.
Un domingo me levantó muy temprano, me subió a la mula que llevaba las cantareras puestas y el hacha de cortar recién afilada; no era tiempo de corta, era verano y en los campos labrados se veía ya el fruto, me sorprendió que el llevara el hacha cubierta con una piel de cabra, también llevaba las hoces, la mía pequeña y la suya, recién afilada, lo de las hoces me sorprendía menos, yo creía que íbamos a cortar garbanzos. Que por cierto era el trabajo del campo que menos me gustaba, si es que me gustaba algún trabajo del campo.
No, lo confieso: yo no amaba el campo como mi padre, no, no me gustaba el campo, arrancar garbanzos lo odiaba, acabar con las manos ensangrentadas por el salitre de la planta, arrancar de la tierra la cosecha de garbanzos con un calcetín en la mano como única protección, la planta pinchosa era un suplicio, era un trabajo que nadie quería hacer. Mi padre aprovechaba los domingos para arrancar el garbanzo que sembraba en invierno, entre las camas de olivos del señorito, y que durante el año nos servían para alimentarnos. Bien buenos eran los potajes de collejas que hacia mi madre en los días fríos de invierno. Aquel día era todo tan misterioso para mí, los cántaros, las hoces, el hacha en aquel domingo caluroso de verano, yo no salía de mi asombro.
Bajamos con dirección a Mágina y paramos en las tres fuentes para llenar unos cántaros de agua. Yo pregunte si era agua para casa y él, emocionado, me dijo esta agua es para ti.
– ¿Para mí? – pregunté. No entendí nada esa mañana, todo era extraño para mí, la alegría desbocada en la cara de mi padre, cantes de trilla en su garganta, enfatizando la palabra tierra y además nunca cogíamos agua si íbamos en dirección al rio, nada era normal aquella mañana de verano, ¿cántaros el hacha, mi padre silbando sus canciones favoritas? Por mi cabeza pasaron multitud de preguntas, todo era muy confuso, yo me perdía escuchado los cantos de unas tórtolas salvajes, y la brisa fresca de la mañana resbalaba por mi cara, las cigarras anunciaban con sus trinos que el día sería caluroso.
Caminamos juntos por un camino polvoriento con la arcilla de los cántaros sudando, mojando la vieja albarda, cerca de la fuente del agua gallega y antes de llegar al túnel de la vía abandonada, la vieja línea de ferrocarril Utiel – Baeza donde trabajó mi abuelo, donde dejó sus ojos, así me lo contaba él. Mi abuelo era blanqueador (enjalbegador) dejó sus ojos en aquellos túneles, en las estaciones de una línea férrea proyectada para unir Andalucía con el Levante español, el Sur con el Este, un proyecto fantástico, que no llegó a inaugurarse, el carpetazo final se dio en 1964. Después de treinta años de obras, en 1990 se desmanteló y las estaciones durante años sirvieron como refugio para personas sin techo, ahora son escombros y algunos pedimos que se recupere el trazado de las vías, como una ruta, una “vía verde”.
Yo amaba aquellos túneles abandonados donde mi padre decía que dormían los zorros, era un lugar mágico: en invierno protegían del frio y en verano era el lugar más fresquito de mi tierra. Allí almorzamos aquel día de verano, en el túnel del “agua gallega”, mi padre seguía muy feliz y no paraba de cantar, ahora jugando con el eco de las bóvedas del túnel que dejaron ciego a mi abuelo.
Bajamos por una vereda donde solo podíamos caminar de uno en uno, yo iba a la sombra de mi padre, él canturreaba y yo seguía en una nube. Llegamos a un olivar abandonado, un añejar donde los jamargos crecían en las camas de los olivos. Un olivar lleno de hierba y maleza donde los acebuches de ladero se confundían con las zarzas. Mi padre había comprado aquel desastre de olivar, se gastó sus ahorros en un secarral donde los olivos se morían de abandono, las pestugas entrelazadas con las malas hierbas, parecía más que un olivar una selva abandonada.
Mi padre me dijo: “Esto será para ti y tu hermano”, y en silencio cogió del ato las hoces y comenzamos la dura tarea de desbrozar. Mi padre decía: “Ya verás Joselito, este olivar abandonado, este añejar, pronto será un vergel”.
Ese día conocí la historia de mi familia y la mía propia, me la contó mi padre y recordó parte de mi infancia en aquel relato que como un cuento me contaba, sentados los dos a la sombra de un granado salvaje que nos dio cobijo.
– Aquel día caluroso de agosto, en el “laero” junto a los acebuches” – decía mi padre con voz solemne. – Tú, Joselito, naciste en este mar de olivos.
Y yo cerré los ojos, me dejé llevar por la voz de mi padre, escuchado aquel cuento que era mi vida; las palabras emergían de su boca, salían del corazón, eran historias de mucho dolor, de gran sacrificio. Entonces yo recordaba las noches de invierno frente al fuego, oía las voces que hablaban, recordaba a mi abuelo con sus gafas oscuras, hablándome siempre de la guerra, del hambre que pasó en aquel campo de concentración de Soneja, donde conoció a un gran dramaturgo, Buero Vallejo. Años después supe que era cierto lo que él contaba, yo lo escuchaba como si fuera un cuento, un relato triste de la guerra, uno más de tantos como se escuchaban en las noches de invierno, hablando muy bajito porque mi abuelo decía que las paredes escuchaban, incluso que hablaban, y que más de uno fue delatado por las voces que filtró la piedra de una pared.
Mi abuela decía que por mi sangre corría aceite de estraperlo, aceite de las tres fuentes; que ella bajaba al alba, por los caminos del sur, caminos a veces polvorientos, a veces embarrados. El estraperlo era de todas las estaciones, en invierno con frío polar y sabañones y en verano con el calor africano que quemaba los rostros.
El estraperlo era lo único que daba de comer a una familia rota por la guerra. Ella caminaba por la fuentecilla de Ibros, enlutada por un negro que la vistió de por vida. En su luto estaba la sangre de su hermano, que lo asesinó el odio junto a la tapia del cementerio. Enlutada, cargada con el aceite que vendería en la estación Baeza o cambiaría por azúcar para endulzar la vida de unos seres rotos por la muerte.
La guerra, que es terrible, tiene el peor de sus frutos: la posguerra. El hambre, “tened presente el hambre”, que gritaba el poeta Miguel Hernández; y mi abuela para vencer el hambre viajaba cargada como una mula con aceite bajando y subiendo, por las panderas preñadas de olivos. Furtivos recorrían los caminos o saltaban por los surcos y laeros. Las trincheras tenían ya zarzas, pero aún servían de refugio, pequeños zulos donde guardar el aceite si se acercaba la Guardia Civil.
A lo lejos se oía el traqueteo del tren de la Yedra, el tren del poeta. A finales de la primavera de 1919 don Antonio Machado dejaba su cátedra de francés en el instituto de Baeza. En ese tren, dicen, quedaron sus últimas lágrimas. Los versos del poeta quedaron impregnados para siempre en el paisaje y en los corazones de todos los que compartieron su territorio poético.
Años después, en mi casa de azahar, yo leía a mi abuela los poemas de Machado. Con los poemas de Baeza, lloraba emocionada. “¡Campo de Baeza, / soñaré contigo / cuando no te vea!”. Decía que esas palabras las escuchaba ella cuando, al alba, cogía su hatillo de aceite para comenzar su camino de estraperlo.
Los olivos, guerreros ensimismados, con sus pies cargados de pestugas, se alineaban como un ejército, el único ejército de la paz. Dicen los duendes que en las noches de luna llena salen de la tierra, se reúnen en corro y cuentan la historia, las leyendas de estas tierras del Sur. Ellos ven pasar las sombras y cierran sus ojos para no ser testigos cómplices de un dolor de seres que se niegan a olvidar sus emociones.
Sí, le llamaban estraperlo, y se jugaban la vida para amamantar a sus retoños. El aceite les salvó la vida. El oro verde del Sur fue y es hoy la esperanza de vida más fuerte para los seres que viven en mi tierra. Mis raíces, que hoy caminan junto al mar, están preñadas de aceite. Mi abuela nos dio de comer en la posguerra con aceite. El abuelo apretó capachos en el molino hoy llamado almazara, donde el oro verde se derramaba en el pozo de la vida.
Mi padre trabajó la tierra, vareó la oliva, y quiere a los olivos que labraba como a sus propios hijos. Mi madre hizo los suelos de aquellos gigantes verdes, cogió los frutos caídos, los frutos maduros, y yo maduré con ellos, con las negras aceitunas. Yo, con las espuertas llenas, cargadas por aquellos mantones blancos remendados mil veces, preñados de manchas de jámila.
La criba era el trabajo de los niños en tiempo de cosecha, quitar los collos de la aceituna que bajaba por el tobogán de la criba, por los alambres desde el cajón superior, vibrando como ahora lo hace mi corazón al recordarlo. Al ver caer el fruto en la espuerta de la vida, le pasaba la mano por encima y sentía su suavidad, su aterciopelado tacto.
Las aceitunas brillaban al roce del sol y mis ojos se perdían en los colores imposibles de un fruto tan antiguo como misterioso. Mi padre me miraba y decía “buena cosecha, Joselito”. El viento hablaba, no sé lo que decía el viento, pero yo cuando recogía el fruto del acebuche que crecía en la linde me sentía como el pájaro libre, crecido por la semilla del amor. Entonces me sentía un acebuche más y recordaba las frases del maestro mirando a mi madre, cuando decía: “Al niño se le tiene que educar, no hay que domesticarlo”.
Han pasado muchos años, y hoy que me piden que hable de ti, aceite de mi vida, me acuerdo de aquel candil. Bajo su luz yo aprendí a leer. Allí, en aquel calendario, leía los nombres del santoral cuando cambiaban las lunas, y hasta aquella frase del poeta que decía “Si tu corazón es un volcán, ¿cómo pretendes que broten las flores?”.
Y entonces mi padre contaba sus refranes: “Las flores del olivo en abril, aceite para el candil”, o aquel otro que ahora recuerdo: “Con aceite de candil, mis males curar vi”.
Hoy, enamorado del aceite que corre por mis venas, aceite de las tres fuentes, recuerdo que soy un acebuche de un poco más de sesenta años que pide lo que pide el viejo olivo: “Si alguna vez me olvidares, tálame, aunque no me ares”.
Larga vida al aceite de mis venas, y para mi corazón, camino con viento y libertad.