
05. El olivo, un símbolo de orgullo y dignidad
A mediados del siglo XX, con el invierno ya bien comenzado, en el pueblo jiennense de Burgina, la campaña de la recogida de la aceituna se hallaba en pleno apogeo. Uno de esos días amaneció nublado. Durante la noche anterior, había llovido lo suficiente como para que la tierra se cubriera de una fina capa de agua. Al amanecer, la lluvia había dejado paso a un viento helado, que cortaba el cutis a cualquiera que a esa hora se dirigiera al tajo de la aceituna.
Pues ese mismo día, cuando apenas había amanecido, una cuadrilla formada por cuatro hombres, tres mujeres y dos niños en edad escolar, todos de la misma familia, se dirigía a las olivas de Juan de Argüelles, a unos kilómetros del pueblo. Al frente de todos ellos iba Juan, el abuelo sesentón, que conducía un par de mulos, mansos y ya viejos, de reata, con todos los apechusques del trabajo: las espuertas, los capachos, los mantones, las varas, la criba, el hacha, las sogas…
-Yo voy el primero con los mulos, porque ellos difícilmente se atascan -dijo Juan a su gente, al comienzo del camino lleno de charcos.
A Juan le seguían sus dos hijos, Pedro y Antonio; sus tres hijas, Ana, María, y Rosario, el marido de Rosario, Manuel, y los dos hijos de Rosario y Manuel, José y Juanito. Los niños iban a lomos de una burra pequeña, rucia y viva de genio, a la que llamaban, por mal nombre, Canaria. La burra, además de los dos jinetes, transportaba en sus aguaderas las capachas de la comida y el agua de la cuadrilla, además de diversas prendas personales de todos sus miembros (calcetines, zapatillas viejas, pañuelos del cuello…), por si a lo largo del día les hicieran falta.
Los jinetes, a pesar de llevar enormes bufandas que les cubrían la cara y las orejas, y de ir envueltos en gruesas chaquetas algo raídas por los puños, pertenecientes a algún familiar, corrían el riesgo de fenecer congelados de frío, debido a la temperatura que hasta dentro de unas horas no superaría los cero grados.
-Abrigaos bien, hijos míos -insistía una y otra vez su madre.
Sumidos los aceituneros en las muchas dificultades del camino, en su mayor parte un auténtico lodazal, cabizbajos y en silencio, avanzaban hacia el olivar. El barro del sendero se pegaba al calzado, hasta empapar por completo los pies de los caminantes.
-Con un poco de suerte… -se dirigió Juan a su familia al llegar a las olivas con el fin de animarlos-. Con un poco de suerte y si no llueve más, en tres o cuatro días habremos terminado la aceituna.
-Según dicen, parece que este año el invierno va a ser frío y lluvioso -intervino María, la menor de las hijas de Juan, a punto de casarse, que iba a la aceituna de mala gana, aunque, por las circunstancias familiares, no tenía más remedio.
-Pues si no la cogemos en estos días próximos, mis hijos -añadió Rosario, previsora- ya no podrán venir: la escuela está antes que todas las cosas. Bonico es su padre para estas cosas…
Juan, a pesar de su edad, mientras la cuadrilla se ubicaba en el tajo, ha descargado los mulos, los ha atado a cierta distancia del tajo, ha extendido los mantones, ha clavado las varas, ha colocado la criba en el lugar donde irá el montón, ha repartido las espuertas…
-Vosotros, Pedro y Antonio -les ordenó Juan-, mientras Manuel y yo terminamos de organizar el hato, vosotros buscad un poco de broza, cortad una costera vieja y encended una buena lumbre para que se calienten las mujeres y los niños. Y las mujeres -continuó Juan- que busquen unas piedras no muy grandes para echarlas en la lumbre, que después les servirán para calentarse las manos.
-Como tú digas, padre -respondió María, con absoluta resignación, pues ni siquiera de eso tenía ganas.
-Y a los niños -indicó Juan de nuevo- dadles friegas en las manos; si no, mañana tendrán los dedos llenos de sabañones.
-Sí, padre -asintió ahora Rosario, quien veía cómo estos tiritaban.
Entre tanto sucedía todo lo anterior, Ana, la segunda de las tres hermanas, hurgaba en la capacha en busca de algún rosquillo o polvorón, con el fin de matar el gusanillo del hambre. Ana, embarazada de pocos meses, padecía un apetito atroz, que alternaba con vómitos y numerosos antojos.
Mientras el grupo se prepara yendo de un lugar a otro en busca de lo que necesita, Juan recuerda rápidamente algunos retazos de su vida anterior: cómo desde muy joven había ido a la aceituna a los cortijos limítrofes con Burgina; cómo después de casado y con sus cinco hijos, fue incorporado al frente de Granada, nada más proclamarse la Guerra Civil; cómo al volver a su pueblo, una vez acabada la contienda, se hizo cargo de una finca de olivas no muy grande en arrendamiento; cómo con la ayuda de su mujer y la de sus hijos, y el ahorro como lema, Juan Argüelles y Ana María Martínez lograron juntar un capitalillo del que hasta ahora habían vivido con cierto desahogo.
Pero con el paso de los años, Juan se había hecho mayor para tanta briega. No obstante, tenía que seguir trabajando porque ya, con casi todos los hijos casados y Ana María, su mujer, enferma de una artrosis incurable, él era el único que podría sacar la casa para adelante.
– ¡Qué pena es llegar a viejos! -se lamentaba Juan, quien jadeaba sin cesar, ante sus hijas, que observaban atentamente su trajín-. Antes, cuando erais pequeños, entre vuestra madre y yo cogíamos la aceituna y no necesitábamos a nadie.
-Padre -interviene Rosario-, tú ya tienes que ir pensando en jubilarte. Tus hijos tienen su casa cada uno, y nosotras, ya ves, casadas o a punto de estarlo, y con hijos a los que atender…
-No me digáis eso, criaturas, por lo que más queráis. Yo no soy joven, lo sé, pero si me jubilo, ¿a qué me dedicaré entonces?
-Las vendes, padre -insistió Pedro, el mayor de los hermanos, de oficio albañil.
– ¡Las vendes, sí! -reiteró María, sin ninguna consideración-. Las vendes, que ya está bien con las olivas de Dios.
-No me digáis eso, hijos míos, por lo que más queráis; porque si yo vendo las olivas, no sé qué va a ser de vuestra madre y de mí -protestó Juan.
Nadie respondió entonces. A partir de ese momento, cada uno de los presentes, a excepción de los niños que corrían alegremente alrededor del hato, se fue acercando al tajo e inició su tarea. Los varones extendieron los mantones y comenzaron a golpear con fuerza, pero no sin maestría, las ramas de las olivas de las que caía la aceituna, junto a gruesas gotas de agua. Las mujeres, arrodilladas cogían el negro fruto del suelo, mientras que un hielo negro les agrietaba los dedos. José y Juanito, que también acabaron incorporados, aunque aún con las bufandas alrededor del cuello, se dedicaban a las aceitunas más alejadas de los troncones y ayudaban a su abuelo a acarrear las espuertas hasta la criba. Los hombres trabajaban en silencio; las mujeres, por el contrario, hablaban sin parar, aunque en un volumen tan contenido que apenas se oían a dos pasos de distancia.
José y Juanito, a la par que cogían aceitunas salteadas y se encargaban del transporte de las esportillas hasta la criba, no perdían de vista ni las pajaritas de las nieves, muy asustadizas, ni los zorzales ni otros pájaros diminutos, como los verderones, mucho más confiados.
El abuelo, con toda intención, retaba constantemente a sus nietos:
-Al que coja más aceituna, cuando yo cobre, le daré un duro.
-Entonces será a mí, abuelo -aseguraba el menor, Juanito, sin duda, mucho más aplicado que José.
-Vamos, José, y aprende de tu hermano -le reprochaba el abuelo.
Y así transcurrieron las primeras horas de una jornada fría y difícil para todos, tanto para los vareadores como para las recogedoras de los suelos. Pero al llegar el medio día, todo pareció transformarse: el sol acabó con el frío y dio paso a la templanza, la niebla se disipó por completo, el agua desapareció de las olivas, la lumbre, ya casi consumida, se hizo innecesaria del todo… Y en medio de este ambiente de luz, en el que las hierbas de todas clases ya apuntaban con enorme pujanza, llegó la hora de almorzar.
-Venga, dejad las cosas como estén y acercaos a la lumbre, que es la hora de comer -indicó Juan a la cuadrilla, mientras se dirigía al hato a buscar su capacha.
Enseguida, todo el grupo de aceituneros, encabezados por José y Juanito, después de desprenderse ellos de las varas y ellas de los guantes y rodilleras se colocaron alrededor de la lumbre, no muy lejos de la criba, sentados sobre los capachos tumbados, ya preparados para el transporte.
Enseguida, varias capachas se abrieron casi simultáneamente. Primero fue la de Rosario y Manuel, acuciados por sus hijos que les demandaban el condumio con ansiedad; luego fueron las de Ana, Pedro y Antonio; y, finalmente, la de María, compartida con su padre.
El contenido de las capachas fue ofertado por sus respectivos dueños a los demás, pero pocos tomaron de la comida ajena, sino que cada uno se abasteció de lo suyo. En realidad, en todas partes el menú era el mismo: pan duro del día anterior, un poco de tocino, morcilla y bacalao, una lata de atún, una botellita de aceite, un salero, naranjas, nueces e higos secos.
En general, a excepción de los niños, la comida fue frugal. Luego, una vez acabada, cada uno de los comensales ocupó el poco tiempo que faltaba para engancharse de nuevo a su manera: el abuelo se dio un paseo a lo largo de la finca para desentumecer las piernas; los hombres aprovecharon para evacuar no muy lejos del hato, los niños jugaron a perseguirse y derribarse, Antonio y Manuel aprovecharon para fumar y Rosario, Ana y María, en un apretado circulo en torno a la lumbre, continuaron la conversación interrumpida poco antes de la comida.
Antes de engancharse para la otra media jornada, el abuelo Juan dio algunas instrucciones:
-Vamos a cargar los mulos con los capachos, para que Pedro dé un viaje a la almazara. A su vuelta, cargamos el resto de la aceituna y nos vamos todos al pueblo, a encender una buena lumbre y a descansar.
La decisión de que fuera Pedro el que llevara la aceituna cogida a la fábrica la tomó Juan, después de tener en cuenta que su hijo primogénito era precisamente el menos aficionado a las labores agrícolas. En verdad, nunca dejó de ir al campo para ayudar a su padre; pero lo evitó siempre que pudo. Prefería ser albañil, por parecerle un trabajo menos rudo ya que, para ser albañil, era necesario tener cierta instrucción, un poco de tacto a la hora de tomar decisiones y mucha discreción para resolver los continuos problemillas técnicos propios del oficio.
Al regreso de Pedro al olivar, un par de horas después de dejarlo, todos se contagiaron de un nerviosismo contenido hasta entonces.
-Venga, recogedlo todo -urgió el abuelo-. Que no se quede nada. Los hombres, doblad los mantones; las mujeres, que se ocupen de las cosas pequeñas… ¡Ah!, poneos algo por encima, pues si no, os dará frío.
Al poco rato de iniciar la recogida, toda la cuadrilla, en fila y más o menos emparejados, olivar arriba, se encaminaban al camino de Burgina. Ya en el camino, tras negarse Juan a montarse en la Canaria, Rosario y María, casi al unísono, se dirigieron a Ana.
– ¡Anda, ni lo pienses, móntate ya!
– Me da no sé qué ir yo monada y padre andando -protestó Ana, aunque bien lo necesitaba, después de todo un día de rodillas y con mal cuerpo.
Ahora, en el camino, ya no había tanto barro como por la mañana: la tierra se había endurecido y el agua había desaparecido de los charcos más pequeños, por lo que se podía transitar sin peligro a resbalarse.
Ya en Burgina, la familia de Juan se dispersó inmediatamente: Rosario, Manuel y sus hijos, José y Juanito, tomaron una dirección; Ana, a lomos de la burra y María se dirigieron al domicilio familiar; y Juan, Pedro y Antonio se acercaron hasta la almazara para depositar el resto de la aceituna recogida durante el día. Después, cuando terminaron, Pedro y Antonio se fueron a sus respectivos domicilios, situados en calles diferentes, mientras que Juan, acompañado de los mulos cargados con la jerga del viaje de aceituna, se dirigió a su casa. Una vez allí, todavía tendría que dedicar un buen rato a preparar las cosas del día siguiente, limpiar las cuadras, alimentar a los animales…
-Juan, hijo -preguntó su esposa-, ¿cómo has echado el día?
-No ha estado mal, si no fuera por este reúma negro que me tiene casi imposibilitado…
-Bueno, venga, apáñate un poco y acércate a la lumbre, mientras te preparo la cena.
-En cuanto coma, estoy en la cama, a ver si, por fin, entro en calor.
-No me extraña, porque con el frío que hace…
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Y así, sin demasiadas novedades, acabó la campaña de la aceituna del año de 1950. Luego pasaron muchas otras campañas, unas mejores y otras peores, hasta finalizar el siglo XX y comenzar el XXI. Naturalmente, durante ese tiempo, murieron Juan y Ana María, los abuelos de José y Juanito; murieron algunos de sus tíos; y uno de esos niños, Juanito, al llegar el año 2008, debido a determinadas circunstancias familiares, era el nuevo propietario de las olivas que en su día pertenecieron a Juan de Argüelles.
A decir verdad, Juan Barranco Argüelles había depositado la gestión de sus propiedades en manos de sus hijos, pero en lo tocante a las olivas, tanto las heredadas como las adquiridas posteriormente, él seguía llevando la dirección técnica del cultivo, lo que incluía, entre otras cosas, los tratamientos fitosanitarios y el modo de recoger el fruto.
Gracias a su elevada formación académica y a su mucha experiencia olivarera, Juan dominaba perfectamente todo lo relacionado con los costes de producción de las olivas, las características de los suelos, el modo de recogida de la aceituna y la calidad de los diferentes aceites.
Cuando Juan Barranco, a veces, casi inevitablemente, comparaba el modo del cultivar los olivares de su abuelo con el suyo propio, una amplia sonrisa le ocupaba el rostro. A Juan le parecía increíble que sesenta años antes las olivas se araran a fuerza de sangre, se les cavaran con cierta profundidad los suelos, se podaran a golpes de hacha, se abonaran solo con el estiércol de las cuadras donde se alojaban los animales y se recogieran sus frutos, ya avanzado el invierno, revueltos con la tierra y el hielo.
En alguna ocasión, Juan, en su cómodo despacho, veía claramente cómo en estos tiempos, gracias a los avances de la ciencia y la técnica, todo se había transformado. Ahora, era posible que solo un par de hombres y una potente máquina anclada a un gigantesco tractor, depositara en pocos minutos el fruto de los frondosos árboles en el remolque de ese mismo tractor y que dentro de un rato lo depositaría en los senos de una almazara. Luego, en pocos días, esas aceitunas se transformarían en un verdoso y aromático aceite al alcance de los consumidores más exigentes.
Por otra parte, se alegraba de ver cómo los resignados aceituneros, siempre a pie, en estos tiempos eran llevados al tajo y del tajo a sus casas en cómodos vehículos.
“¡Qué diferencia con respecto a la cuadrilla de mi abuelo, todo el día en el campo, todo el camino a pie, todo a base de fuerza, todo con mil dificultades!”, pensaba Juan, a quien, a veces, le parecía mentira un cambio tan rotundo en todo lo que concernía al olivar.
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Y lo mismo que Juan Barranco y su abuelo Juan Argüelles habían cultivado olivos, también lo habían hecho, desde hacía muchísimo tiempo, sus antepasados, generación tras generación, tratando de aclimatar lo mejor posible unos árboles llegados desde Oriente, con voluntad de asentarse por serranías, cañadas y campiñas de Hispania.
Y todos, antes y ahora, fueron dependientes de los olivos. Porque el olivo, allí donde se cultive, no es solo un árbol de apetecibles frutos, sino un símbolo de vida: con su presencia nos sentimos victoriosos, ante él nos sentimos invadidos por una inmensa paz, su fruto es una verdadera bendición del cielo y su cultivo, una cuestión de dignidad social.
Juan Barranco, desde su vida ya más que mediada, no solo veía los olivos como un testigo del paso del tiempo y la renovación de los métodos de trabajo. Los olivos para Juan eran algo más íntimo y profundo: eran una señal de identidad familiar, un símbolo de la tierra y una perenne historia de atenciones y cuidados a unos seres a los que trataba como a sus semejantes.